Se cumple estos días un año de la victoria electoral de Barack Obama, un hecho extraordinario que supuso un fenomenal impulso a muchas ilusiones colectivas, nunca formalmente expresadas pero sin duda presentes en el imaginario de centenares de millones de hombres y mujeres.
Ha transcurrido un año (no de su toma de posesión, que los presidentes de los EE.UU. siempre juran sus cargos en una fecha inolvidable para un donostiarra, el 20 de enero, San Sebastián) y aquella ilusión ha ido, digamos, matizándose.
A nadie pasa inadvertido que Afganistán amenaza con ser un nuevo Vietnam (derrota incluida) para Obama. A quienes tenemos el sentido común por bandera no deja de asombrarnos que aceptara el precipitado Premio Nobel de la Paz que le ofrecieron. Ojalá su mandato presidencial le haga acreedor a posteriori (oportunidades no van a faltarle) al galardón otorgado a priori, pero eso nadie puede asegurarlo.
Al año justo de su elección, Obama ha sufrido un duro revés electoral con las derrotas demócratas en los estados de Virginia y New Jersey (¿cómo, aquí, en el territorio que es de Bruce Springsteen, uno de sus principales valedores?). Y ha tenido un motivo bien justificado de alegría en la victoria en el Congreso de la ley de reforma sanitaria que promueve.
El proyecto de universalización de la medicina en los Estados Unidos, uno de los principales banderines de enganche del programa presidencial de Obama, apunta a que podría hacerse realidad. Bien es cierto que en el Congreso apenas le sobraron dos votos y que espera la durísima reválida del Senado. Pero eso: parece que la reforma podría ser verdad en un futuro próximo. Fue uno de los grandes objetivos de la presidencia de Clinton y, consiguientemente, uno de sus mayores fracasos. En muy pocas veces los lobbies encabezados por las compañías aseguradoras habían exhibido con tanta contundencia su poder. Es pronto para cantar victoria ahora, pero se ha llegado mucho más lejos que nunca y en la opinión de algún analista optimista el proceso es ya irreversible.
El abuso de poder de las aseguradoras, el abandono de los asegurados (y nada digamos de quienes ni siquiera lo son, los que están fuera del sistema) en la prestación de los servicios sanitarios en los EE.UU. es el argumento de “Sicko”, el impactante documental de Michael Moore, que debería ser de obligado visionado para los norteamericanos, pero no sólo para ellos: también para los europeos que a veces parecemos olvidar el envidiable modelo del que disfrutamos.
Michael Moore viene a ser la conciencia crítica de los Estados Unidos, aunque su reconocimiento mayor lo alcanza en Europa. En Cannes celebraron su documental “Bowling for Columbine”, por el que luego obtendría un Oscar. Y de nuevo en Cannes otorgaron la Palma de Oro a otro documental, su “Fahrenheit 9/11”. Moore es como Noam Chomsky con sentido del espectáculo cinematográfico.
Y cine documental de mucho nivel es su “Sicko”, 123 minutos de testimonios que pasan a la velocidad del relato de ficción con el guión más preciso. Pasan los testimonios, queda su denuncia. La de un sistema al que directamente apunta la reforma que pretende Obama.
Como me gustaría animar a quien esto lea a ver la película, no voy a destriparla aquí. Aunque no me resisto a apuntar un par de anécdotas. La del joven que en un accidente pierde dos dedos y tiene que elegir cuál de ellos le reimplantarán porque no le llega para ambos; o la del padre que anuncia a su aseguradora que Moore le ha invitado a participar en el documental y en pocas horas recibe la comunicación de que a su hija le harán el implante que antes le negaron siempre.
Son dos apuntes. El documental en su conjunto es la mejor guía para entender el alcance de lo que pretende y parece que empieza a conseguir Obama (acabo de sumarme a los optimistas). Es también un buen vehículo de transmisión de los modos de hacer de los grupos de presión en los EE.UU. y sumarse, aunque sólo sea intelectualmente, a su rechazo.
Seguramente, “Sicko” ha contribuido bastante a la nueva situación. O por lo menos, Moore tiene derecho a sentirlo así, aunque tratándose de Norteamérica cualquiera sabe. Cuando leí en “Estúpidos hombres blancos”, del mismo Moore, la denuncia del fraude en el recuento de Florida en las elecciones que enfrentaron a Bush y Gore, no entendía cómo el primero seguía, hasta agotar su mandato, en la presidencia.
A Obama empecé a entenderle mejor después de escuchar a alguien que bastante tiene si le dejan gobernar como negro, que no le dejarán gobernar a la vez como progresista.
Ha transcurrido un año (no de su toma de posesión, que los presidentes de los EE.UU. siempre juran sus cargos en una fecha inolvidable para un donostiarra, el 20 de enero, San Sebastián) y aquella ilusión ha ido, digamos, matizándose.
A nadie pasa inadvertido que Afganistán amenaza con ser un nuevo Vietnam (derrota incluida) para Obama. A quienes tenemos el sentido común por bandera no deja de asombrarnos que aceptara el precipitado Premio Nobel de la Paz que le ofrecieron. Ojalá su mandato presidencial le haga acreedor a posteriori (oportunidades no van a faltarle) al galardón otorgado a priori, pero eso nadie puede asegurarlo.
Al año justo de su elección, Obama ha sufrido un duro revés electoral con las derrotas demócratas en los estados de Virginia y New Jersey (¿cómo, aquí, en el territorio que es de Bruce Springsteen, uno de sus principales valedores?). Y ha tenido un motivo bien justificado de alegría en la victoria en el Congreso de la ley de reforma sanitaria que promueve.
El proyecto de universalización de la medicina en los Estados Unidos, uno de los principales banderines de enganche del programa presidencial de Obama, apunta a que podría hacerse realidad. Bien es cierto que en el Congreso apenas le sobraron dos votos y que espera la durísima reválida del Senado. Pero eso: parece que la reforma podría ser verdad en un futuro próximo. Fue uno de los grandes objetivos de la presidencia de Clinton y, consiguientemente, uno de sus mayores fracasos. En muy pocas veces los lobbies encabezados por las compañías aseguradoras habían exhibido con tanta contundencia su poder. Es pronto para cantar victoria ahora, pero se ha llegado mucho más lejos que nunca y en la opinión de algún analista optimista el proceso es ya irreversible.
El abuso de poder de las aseguradoras, el abandono de los asegurados (y nada digamos de quienes ni siquiera lo son, los que están fuera del sistema) en la prestación de los servicios sanitarios en los EE.UU. es el argumento de “Sicko”, el impactante documental de Michael Moore, que debería ser de obligado visionado para los norteamericanos, pero no sólo para ellos: también para los europeos que a veces parecemos olvidar el envidiable modelo del que disfrutamos.
Michael Moore viene a ser la conciencia crítica de los Estados Unidos, aunque su reconocimiento mayor lo alcanza en Europa. En Cannes celebraron su documental “Bowling for Columbine”, por el que luego obtendría un Oscar. Y de nuevo en Cannes otorgaron la Palma de Oro a otro documental, su “Fahrenheit 9/11”. Moore es como Noam Chomsky con sentido del espectáculo cinematográfico.
Y cine documental de mucho nivel es su “Sicko”, 123 minutos de testimonios que pasan a la velocidad del relato de ficción con el guión más preciso. Pasan los testimonios, queda su denuncia. La de un sistema al que directamente apunta la reforma que pretende Obama.
Como me gustaría animar a quien esto lea a ver la película, no voy a destriparla aquí. Aunque no me resisto a apuntar un par de anécdotas. La del joven que en un accidente pierde dos dedos y tiene que elegir cuál de ellos le reimplantarán porque no le llega para ambos; o la del padre que anuncia a su aseguradora que Moore le ha invitado a participar en el documental y en pocas horas recibe la comunicación de que a su hija le harán el implante que antes le negaron siempre.
Son dos apuntes. El documental en su conjunto es la mejor guía para entender el alcance de lo que pretende y parece que empieza a conseguir Obama (acabo de sumarme a los optimistas). Es también un buen vehículo de transmisión de los modos de hacer de los grupos de presión en los EE.UU. y sumarse, aunque sólo sea intelectualmente, a su rechazo.
Seguramente, “Sicko” ha contribuido bastante a la nueva situación. O por lo menos, Moore tiene derecho a sentirlo así, aunque tratándose de Norteamérica cualquiera sabe. Cuando leí en “Estúpidos hombres blancos”, del mismo Moore, la denuncia del fraude en el recuento de Florida en las elecciones que enfrentaron a Bush y Gore, no entendía cómo el primero seguía, hasta agotar su mandato, en la presidencia.
A Obama empecé a entenderle mejor después de escuchar a alguien que bastante tiene si le dejan gobernar como negro, que no le dejarán gobernar a la vez como progresista.
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