domingo, 27 de diciembre de 2009

EL VALOR DE DESCRIBIR

Cuando entre mis amigos alguien se demora en exceso haciendo algo que en mi opinión debería estar hecho hace tiempo, recurro siempre al recuerdo de la banda de Tolosa: a la que afinando los instrumentos se le acabaron las fiestas.

A mí casi se me acaba el tiempo de dejar, antes de que finalice el año, una reflexión en este blog, absorto como estoy en la lectura de La noche de los tiempos, la monumental obra de Antonio Muñoz Molina. Bueno, ocupado en la novela y en otros asuntos que no vienen a cuento.

Muñoz Molina es uno de los autores de más talento de la literatura contemporánea en castellano. Le admiré hace tiempo y particularmente cuando leí Plenilunio en unas circunstancias poco habituales para la mayoría de las personas que conozco, extraordinarias para mí: en los descansos de un largo peregrinar por el glaciar del Baltoro, en el Karakourum paquistaní, camino del campo base del Broad Peak. Era 1997.

Me interesaron mucho otras de sus obras pero el personaje, el escritor, se me empezó a atragantar, a hacerse insufrible (con el tiempo pasa con una frecuencia cada vez mayor; el de Vargas Llosa, que es seguramente el novelista que más admiro y uno de los personajes públicos que más detesto, es para mí paradigmático). Le leía cada domingo en su artículo de fondo de “El País semanal” hasta que decidí que ya estaba bien, momento que felizmente casi coincidió con su salida del suplemento y su sustitución por Javier Marías, otro admirable autor, otra persona a la que seguramente hay que dar de comer aparte.

No soportaba el Muñoz Molina sentencioso, intolerante y doctrinario que se reflejaba en aquella página del suplemento dominical en la que trataba de pasar como una apisonadora sobre sus lectores. Por suerte ha transcurrido el tiempo suficiente para librarme de aquellos prejuicios y me he enfrentado a cuerpo descubierto a las casi mil páginas densas, sin apenas respiros de La noche de los tiempos. ¡Qué felicidad!

Porque echo atrás la mirada, al año que se nos escapa y veo que he dedicado mucho tiempo a lecturas que en otros momentos de mi vida apenas hubiera prestado atención. Han sido numerosos los libros de éxito, en muy cuidadas traducciones, eso sí, los que han ido cayendo en mis manos: no sólo Larsson y la culminación de su trilogía; recuerdo también los Mil soles espléndidos, La soledad de los números primos, La elegancia del erizo… Así, a botepronto, son títulos con los que sé que he disfrutado. Como con lo último de Auster o de Murakami. Como con esa poesía a la que dedicar minutos imprescindibles, de la que ya he hablado alguna otra vez.

(Vaya aquí una referencia a un descubrimiento reciente: el dominicano Fabio Fiallo, de quien lo ignoraba todo, que en uno de sus poemas más célebres escribía estos versos finales:
“Mientras corren tus lágrimas
por un ansia secreta
que tú misma no sabes
si es de gozo o tristeza.
¡Ay, si es dicha, qué amarga!
¡Ay, qué dulce si es pena…!
¡Ese rumor extraño
es el amor que llega!)


Disculpa, lector, la digresión poética. Pero fue tomar en las manos la monumental novela de Muñoz Molina y recordar de pronto dónde está el disfrute de la literatura, saber que esa hermosa y dolorosa historia de amor con el Madrid cainita que no se prepara para la catástrofe bélica que le viene encima como telón de fondo, va a engancharte hasta el punto final. No hay tregua.

La novela roza la perfección formal. Tiene una arquitectura literaria que soportaría cualquier historia y es fácil adivinarle persistencia, trascendencia. Es un clásico desde el momento en que salió de imprenta y está hecha para durar.

Es admirable la capacidad de descripción de Muñoz Molina. Solía decir Josep Plà que la afición de los españoles a opinar era consecuencia de su incapacidad de describir, lo que es mucho más difícil. Ya sé que casi nada tienen que ver la novela y las columnas de prensa, pero después de las mil páginas de este diciembre aparto de mi mente el recuerdo de aquel columnista impositor que todas las semanas abroncaba a sus lectores.

No han solido acusarme de dogmatismo; mis imposiciones rara vez han pasado de insistir en la elección de determinado tipo de vino; pero eso es otra cosa. En mi vida creo haberme esforzado por describir situaciones, frente a quienes prefieren las sentencias. Tal vez por eso (y porque estoy convencido de que a todos, en todos los órdenes de la vida nos iría mucho mejor) expreso mi admiración por esta La noche de los tiempos que recomiendo sin reservas. Es el placer de la literatura en estado puro.

¿Somos lo que leemos? Lo he oído decir más de una vez. Como lo de que somos lo que comemos en boca de un cocinero, que somos lo que bebemos en boca de un bodeguero o, aunque nunca lo he escuchado, un ludópata podría decir que somos lo que jugamos. Hoy, influido por la lectura que comento, pienso que somos lo que somos capaces de contar, de exponer, de compartir.

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