La de Vietnam fue la primera guerra televisada. Esta circunstancia influyó mucho más en la sociedad estadounidense, tan pendiente ya entonces (como nosotros más tarde) de cuanto se viera en la pequeña pantalla, que la propia derrota bélica. El horror de Vietnam no fue tanto el ejército norteamericano derrotado (aunque fuese la primera vez) como las imágenes televisivas. La guerra, como todas las emprendidas por los Estados Unidos desde su condición de gran potencia mundial, se desarrollaba fuera de sus fronteras. La televisión la introdujo en el interior de los hogares.
Aprendieron de la experiencia, que han aplicado luego con rigor creciente. La primera guerra de Irak pareció por momentos una superproducción televisiva. En la segunda ha funcionado con eficacia una censura que ha suavizado imágenes del espanto que implica todo conflicto bélico.
Las imágenes de televisión y las fotografías de prensa nos han puesto en casa la tragedia de Haití, siquiera para sacudir con mayor vigor las conciencias (en ningún caso para hacernos sentir como propio el cataclismo, ingenuidad que he escuchado más de dos veces) e impulsar con más brío las reacciones solidarias.
De Haití se ha dicho prácticamente todo en estas dos semanas que han sucedido al terremoto. El ciudadano medio ha podido así situar geográficamente al país; conocer algo de su penoso proceso de descolonización y concluir, con todos, que es el país más pobre de América, uno de los más pobres del mundo. El ciudadano ha podido filosofar: “a perro flaco todo son pulgas”; y también comparar: los medios son más amables en los desastres de los ricos (11-S, 11-M…) que en los de los pobres.
Me ha interesado este debate lateral a la tragedia, relativo al papel de los medios de comunicación en la utilización de las imágenes, cuya crudeza en el caso haitiano ha sobrecogido a esas personas (que las hay) que aún se asoman a las páginas de los periódicos o prenden la televisión desde la inocencia.
Y llega la pregunta: ese fotógrafo que retrata la angustia y el horror de la mujer atrapada bajo los escombros, ¿no haría mejor colaborando en su rescate que tomando esa imagen que unas horas después nos impactará hasta la consternación? El fotógrafo está en medio del espanto para fotografiar, enviado por un medio o respondiendo a su propio impulso; no pertenece a equipos de salvamento. “Pero es persona” y no puede abstraerse de la situación que le toca vivir, dicen algunos. “Porque es persona”, dicen otros. La colaboración en el rescate puede proporcionar al fotógrafo una palmada en la espalda; la imagen puede representar un premio Pulitzer.
Pero el papel de los reporteros gráficos, al margen de las condiciones a veces extremas en las que hacen su trabajo, es impagable. Aunque sólo fuera como estímulo de conciencias blandas e impulso a la acción solidaria. Entre otras cosas porque ¿quién recordará Haití cuando los fotógrafos se hayan ido, posiblemente convocados por otra tragedia en cualquier otro lugar del mundo?
Al hablar hoy de Haití es imposible ser original y sólo en el empeño por salir de la norma (o producto de alguna paranoia) pueden entenderse algunas teorías conspirativas que circulan por la red. Pero algo es evidente: Haití es consecuencia de un pasado ignominioso y se asoma a un futuro aciago.
No sé cómo clasificar (descolonización, otras) la guerra que los haitianos libraron con las tropas napoleónicas para alcanzar la libertad en 1804. Sí puede calificarse de inmoralidad, de abuso, de tropelía, la indemnización exigida por Francia para reconocer la independencia de Haití (una situación no muy diferente, es cierto, a la de los pueblos americanos colonizados por españoles y portugueses). La extrema pobreza haitiana tiene, en parte, su origen en esa injusticia histórica. Que ha sido generosamente alimentada por una clase dirigente corrupta, sin escrúpulos.
Esto es el pasado. Los millones de personas que pasan hambre y sed, que no tienen vivienda, electricidad, hospitales, escuelas…, son parte del presente. El futuro, ¿empeorará aún el escenario de un 80% de la población que sobrevivía con menos de dos dólares al día en un país que debía importar las cuatro quintas partes de lo que comía? ¿Seguirá, además de en la miseria en el escenario de corrupción y violencia en que parecía haberse acostumbrado a vivir?
El escritor mexicano Carlos Fuentes decía la semana pasada que Haití no debe ser noticia hoy y olvido pasado mañana y apelaba a la intervención en serio de la comunidad internacional. Otro escritor, el nicaragüense Sergio Ramírez manifestaba su certeza de que el país no tiene posibilidad de subsistir por sus propios medios; y apuntaba también al olvido: “una tragedia aún mayor”.
Aprendieron de la experiencia, que han aplicado luego con rigor creciente. La primera guerra de Irak pareció por momentos una superproducción televisiva. En la segunda ha funcionado con eficacia una censura que ha suavizado imágenes del espanto que implica todo conflicto bélico.
Las imágenes de televisión y las fotografías de prensa nos han puesto en casa la tragedia de Haití, siquiera para sacudir con mayor vigor las conciencias (en ningún caso para hacernos sentir como propio el cataclismo, ingenuidad que he escuchado más de dos veces) e impulsar con más brío las reacciones solidarias.
De Haití se ha dicho prácticamente todo en estas dos semanas que han sucedido al terremoto. El ciudadano medio ha podido así situar geográficamente al país; conocer algo de su penoso proceso de descolonización y concluir, con todos, que es el país más pobre de América, uno de los más pobres del mundo. El ciudadano ha podido filosofar: “a perro flaco todo son pulgas”; y también comparar: los medios son más amables en los desastres de los ricos (11-S, 11-M…) que en los de los pobres.
Me ha interesado este debate lateral a la tragedia, relativo al papel de los medios de comunicación en la utilización de las imágenes, cuya crudeza en el caso haitiano ha sobrecogido a esas personas (que las hay) que aún se asoman a las páginas de los periódicos o prenden la televisión desde la inocencia.
Y llega la pregunta: ese fotógrafo que retrata la angustia y el horror de la mujer atrapada bajo los escombros, ¿no haría mejor colaborando en su rescate que tomando esa imagen que unas horas después nos impactará hasta la consternación? El fotógrafo está en medio del espanto para fotografiar, enviado por un medio o respondiendo a su propio impulso; no pertenece a equipos de salvamento. “Pero es persona” y no puede abstraerse de la situación que le toca vivir, dicen algunos. “Porque es persona”, dicen otros. La colaboración en el rescate puede proporcionar al fotógrafo una palmada en la espalda; la imagen puede representar un premio Pulitzer.
Pero el papel de los reporteros gráficos, al margen de las condiciones a veces extremas en las que hacen su trabajo, es impagable. Aunque sólo fuera como estímulo de conciencias blandas e impulso a la acción solidaria. Entre otras cosas porque ¿quién recordará Haití cuando los fotógrafos se hayan ido, posiblemente convocados por otra tragedia en cualquier otro lugar del mundo?
Al hablar hoy de Haití es imposible ser original y sólo en el empeño por salir de la norma (o producto de alguna paranoia) pueden entenderse algunas teorías conspirativas que circulan por la red. Pero algo es evidente: Haití es consecuencia de un pasado ignominioso y se asoma a un futuro aciago.
No sé cómo clasificar (descolonización, otras) la guerra que los haitianos libraron con las tropas napoleónicas para alcanzar la libertad en 1804. Sí puede calificarse de inmoralidad, de abuso, de tropelía, la indemnización exigida por Francia para reconocer la independencia de Haití (una situación no muy diferente, es cierto, a la de los pueblos americanos colonizados por españoles y portugueses). La extrema pobreza haitiana tiene, en parte, su origen en esa injusticia histórica. Que ha sido generosamente alimentada por una clase dirigente corrupta, sin escrúpulos.
Esto es el pasado. Los millones de personas que pasan hambre y sed, que no tienen vivienda, electricidad, hospitales, escuelas…, son parte del presente. El futuro, ¿empeorará aún el escenario de un 80% de la población que sobrevivía con menos de dos dólares al día en un país que debía importar las cuatro quintas partes de lo que comía? ¿Seguirá, además de en la miseria en el escenario de corrupción y violencia en que parecía haberse acostumbrado a vivir?
El escritor mexicano Carlos Fuentes decía la semana pasada que Haití no debe ser noticia hoy y olvido pasado mañana y apelaba a la intervención en serio de la comunidad internacional. Otro escritor, el nicaragüense Sergio Ramírez manifestaba su certeza de que el país no tiene posibilidad de subsistir por sus propios medios; y apuntaba también al olvido: “una tragedia aún mayor”.
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