“El cine que ya tenías que haber visto” es el reclamo de la cadena TCM Clásico en la que vengo refugiándome este invierno. Para comprobar que es tanto y tanto ese cine que ya debía conocer y aún conocido tanto tiene todavía por enseñar. Los resquicios que me deja el fútbol los ocupo casi todas las noches con la opción clásica de TCM.
De las últimas semana recuerdo dos películas: “All the kings men” de Robert Rossen, en 1949 y “Mr. Smith goes to Washington” de Frank Capra, en 1939. Una y otra nos restriegan la corrupción, la manipulación, la mentira de personas que ejercen la política; es decir, políticos. La vigencia, 60 y 70 años después, de la condena a ese proceder de los políticos es, seguramente, lo que me hace recordar especialmente estas dos películas.
Las encuestas de opinión que se hacen en España han puesto sobre la mesa algo que se sabía: el ciudadano no aprecia a los políticos; desconfía de ellos. En los meses recientes han ido más allá: les señalan como un problema en sí mismo. Para los ciudadanos, parece ser que los ejercientes de la política son el tercer problema más grave a que se enfrenta nuestra sociedad.
No sé si calificarlo de exageración, o directamente, de desvarío. Es, en cualquier caso, la cristalización de un proceso ya largo en el tiempo por el que la descalificación de los políticos está en el ADN de las tertulias y comentarios que conforman la opinión pública.
De la descalificación general del político al desprecio por la política sólo hay un paso. El que hay que evitar que se dé. Para mí, el problema hoy, más aún que los políticos es el resultado de esas encuestas y las consecuencias que pueden derivarse de ese resultado.
Los ciudadanos nos hemos abstenido de asumir responsabilidades públicas pero no renunciamos a ridiculizar a quienes tiran del carro del compromiso. Debe ser que como nada hacemos no corremos el riesgo de equivocarnos. Y como si esta inacción nos hiciera superiores es fácil la descalificación: de la falta de estilo o de formación a la falta de honradez. Y cualquiera, aunque no tenga estilo ni formación y honrado sea lo justo, se siente legitimado para desacreditar. Cuando esto se produce en conversaciones de las que participo, trato de argumentar diciendo que la clase política reproduce con bastante aproximación lo que es el cuerpo social; cada vez más me quedo solo.
La corrupción (nada nuevo por otra parte) está haciendo estragos en las conciencias de la ciudadanía. Mucho más en la situación de crisis económica que atravesamos. “Una mezcla explosiva”, así la calificaba Joaquín Leguina (El País, 5/11/09) que en un inteligente artículo apuntaba que en esa “conjunción perversa puede estar el germen del populismo o de la abstención masiva”.
Estoy de acuerdo con que la amenaza viene en una de estas posibles consecuencias. Porque parto del convencimiento de que no es otro el objetivo de quienes trabajan denodadamente por consolidar al ejercicio de la política como problema en sí mismo. Creo que trabajan por derribar el sistema democrático y me asusta comprobar que avanzan con paso firme. ¿Qué otra lectura puede hacerse del hecho de que en los lugares en los que la corrupción de los políticos ha sido más evidente, estos hayan reforzado sus mayorías por la decisión de los votantes?
Pienso que esta situación merece una reflexión. Que puede partir de un dato: ¿cuántos de quienes asumen responsabilidades públicas son ignorantes y/o corruptos, qué porcentaje representan? Y reforzarse en una pregunta personal: ¿hasta dónde estoy dispuesto a abstenerme o a implicarme en el servicio a la comunidad en algún nivel de responsabilidad?
Vendrían luego otras cuestiones como la conveniencia o no de la profesionalización de los políticos, la democratización real de los partidos políticos y sus aparatos y muchas otras cuestiones.
Merece la pena ponerse ya manos a la obra, porque las alarmas han saltado, las amenazas son reales y hay mucho en juego. No se trata de cerrar los ojos; tampoco de taparse la nariz. Ni regalar una credibilidad que la clase política tendrá que ganarse. Pero no juguemos con fuego.
De las últimas semana recuerdo dos películas: “All the kings men” de Robert Rossen, en 1949 y “Mr. Smith goes to Washington” de Frank Capra, en 1939. Una y otra nos restriegan la corrupción, la manipulación, la mentira de personas que ejercen la política; es decir, políticos. La vigencia, 60 y 70 años después, de la condena a ese proceder de los políticos es, seguramente, lo que me hace recordar especialmente estas dos películas.
Las encuestas de opinión que se hacen en España han puesto sobre la mesa algo que se sabía: el ciudadano no aprecia a los políticos; desconfía de ellos. En los meses recientes han ido más allá: les señalan como un problema en sí mismo. Para los ciudadanos, parece ser que los ejercientes de la política son el tercer problema más grave a que se enfrenta nuestra sociedad.
No sé si calificarlo de exageración, o directamente, de desvarío. Es, en cualquier caso, la cristalización de un proceso ya largo en el tiempo por el que la descalificación de los políticos está en el ADN de las tertulias y comentarios que conforman la opinión pública.
De la descalificación general del político al desprecio por la política sólo hay un paso. El que hay que evitar que se dé. Para mí, el problema hoy, más aún que los políticos es el resultado de esas encuestas y las consecuencias que pueden derivarse de ese resultado.
Los ciudadanos nos hemos abstenido de asumir responsabilidades públicas pero no renunciamos a ridiculizar a quienes tiran del carro del compromiso. Debe ser que como nada hacemos no corremos el riesgo de equivocarnos. Y como si esta inacción nos hiciera superiores es fácil la descalificación: de la falta de estilo o de formación a la falta de honradez. Y cualquiera, aunque no tenga estilo ni formación y honrado sea lo justo, se siente legitimado para desacreditar. Cuando esto se produce en conversaciones de las que participo, trato de argumentar diciendo que la clase política reproduce con bastante aproximación lo que es el cuerpo social; cada vez más me quedo solo.
La corrupción (nada nuevo por otra parte) está haciendo estragos en las conciencias de la ciudadanía. Mucho más en la situación de crisis económica que atravesamos. “Una mezcla explosiva”, así la calificaba Joaquín Leguina (El País, 5/11/09) que en un inteligente artículo apuntaba que en esa “conjunción perversa puede estar el germen del populismo o de la abstención masiva”.
Estoy de acuerdo con que la amenaza viene en una de estas posibles consecuencias. Porque parto del convencimiento de que no es otro el objetivo de quienes trabajan denodadamente por consolidar al ejercicio de la política como problema en sí mismo. Creo que trabajan por derribar el sistema democrático y me asusta comprobar que avanzan con paso firme. ¿Qué otra lectura puede hacerse del hecho de que en los lugares en los que la corrupción de los políticos ha sido más evidente, estos hayan reforzado sus mayorías por la decisión de los votantes?
Pienso que esta situación merece una reflexión. Que puede partir de un dato: ¿cuántos de quienes asumen responsabilidades públicas son ignorantes y/o corruptos, qué porcentaje representan? Y reforzarse en una pregunta personal: ¿hasta dónde estoy dispuesto a abstenerme o a implicarme en el servicio a la comunidad en algún nivel de responsabilidad?
Vendrían luego otras cuestiones como la conveniencia o no de la profesionalización de los políticos, la democratización real de los partidos políticos y sus aparatos y muchas otras cuestiones.
Merece la pena ponerse ya manos a la obra, porque las alarmas han saltado, las amenazas son reales y hay mucho en juego. No se trata de cerrar los ojos; tampoco de taparse la nariz. Ni regalar una credibilidad que la clase política tendrá que ganarse. Pero no juguemos con fuego.
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