El lunes 23 de febrero de 1981 viví la jornada más intensa y plena que haya vivido como profesional del periodismo, al frente de la redacción del diario Egin. La tarde de aquel día escuchaba, como era mi costumbre, la radio, una Sony ICF-7600A, preciosa, que aún hoy me acompaña sobre la mesa del despacho. Supe, desde el momento en que se produjo, del asalto armado al Congreso en Madrid.
El martes 24 dejé de fumar.
Conservo tan vivo el recuerdo de las horas que sucedieron a la toma del Parlamento hasta su liberación que podría reproducir, minuto a minuto, lo que hice, lo que hicieron las personas a mi alrededor, mis familiares en la distancia de la redacción hasta la casa; y el relato de lo que sucedía en Madrid a casi 500 kilómetros, siempre fiado a lo que contaba la radio, a lo que decían en la Ser, con esporádicas visitas al cuarto de la televisión.
En mi vida profesional he tenido la suerte de vivir jornadas muy interesantes (lanzar como director un periódico o como jefe de la sección deportiva ver ganar la Liga de fútbol a la Real por primera vez en su historia, además de muchas otras pequeñas cosas que guardo para mí), pero ninguna como aquel 23 F. Después de lo que ha pasado y de comprobar que ha salido razonablemente bien para la sociedad, vale la pena vivir con la mejor calidad de vida posible, pensé. No he vuelto a fumar ni creo vaya a hacerlo nunca más.
El año pasado un libro memorable del novelista Javier Cercas, “Anatomía de un instante”, para muchos críticos literarios la mejor obra de 2009, recreaba lo sucedido aquel 23F. Del libro ya hablé alguna vez, siquiera de pasada, en este blog. Me impresionó como reportaje exhaustivo que confirmaba la tesis del autor: “los hechos del 23 de febrero poseían por sí mismos toda la fuerza dramática y el potencial simbólico que exigimos de la literatura”.
Afirmaba Cercas que nada de lo que él pudiera imaginar podría resultar “más complejo y persuasivo que la pura realidad”. Reconozco que no me descubrió demasiadas cosas; no al menos hechos, situaciones, participaciones que yo desconociera por completo. Pero sí me descubrió a un autor de enorme capacidad narrativa, brillante en la utilización de los símbolos, que desborda al escritor de ficción. Quizá sea sólo simpatía por afinidad de oficio. Puede ser, pero como lo siento lo cuento.
La principal enseñanza que extraje de esa “Anatomía de un instante” fue concluir que aquel día que tan bien recuerdo estuvimos muy cerca del desastre, que faltó muy poco para que el golpe de Estado que pretendía triunfase. Muchas veces a lo largo de todo el tiempo transcurrido he sostenido que la asonada militar consiguió una parte, aunque fuera pequeña, de sus objetivos. Pero nunca, hasta leer a Cercas, supuse que estuvimos tan al borde del precipicio.
El martes 24 dejé de fumar.
Conservo tan vivo el recuerdo de las horas que sucedieron a la toma del Parlamento hasta su liberación que podría reproducir, minuto a minuto, lo que hice, lo que hicieron las personas a mi alrededor, mis familiares en la distancia de la redacción hasta la casa; y el relato de lo que sucedía en Madrid a casi 500 kilómetros, siempre fiado a lo que contaba la radio, a lo que decían en la Ser, con esporádicas visitas al cuarto de la televisión.
En mi vida profesional he tenido la suerte de vivir jornadas muy interesantes (lanzar como director un periódico o como jefe de la sección deportiva ver ganar la Liga de fútbol a la Real por primera vez en su historia, además de muchas otras pequeñas cosas que guardo para mí), pero ninguna como aquel 23 F. Después de lo que ha pasado y de comprobar que ha salido razonablemente bien para la sociedad, vale la pena vivir con la mejor calidad de vida posible, pensé. No he vuelto a fumar ni creo vaya a hacerlo nunca más.
El año pasado un libro memorable del novelista Javier Cercas, “Anatomía de un instante”, para muchos críticos literarios la mejor obra de 2009, recreaba lo sucedido aquel 23F. Del libro ya hablé alguna vez, siquiera de pasada, en este blog. Me impresionó como reportaje exhaustivo que confirmaba la tesis del autor: “los hechos del 23 de febrero poseían por sí mismos toda la fuerza dramática y el potencial simbólico que exigimos de la literatura”.
Afirmaba Cercas que nada de lo que él pudiera imaginar podría resultar “más complejo y persuasivo que la pura realidad”. Reconozco que no me descubrió demasiadas cosas; no al menos hechos, situaciones, participaciones que yo desconociera por completo. Pero sí me descubrió a un autor de enorme capacidad narrativa, brillante en la utilización de los símbolos, que desborda al escritor de ficción. Quizá sea sólo simpatía por afinidad de oficio. Puede ser, pero como lo siento lo cuento.
La principal enseñanza que extraje de esa “Anatomía de un instante” fue concluir que aquel día que tan bien recuerdo estuvimos muy cerca del desastre, que faltó muy poco para que el golpe de Estado que pretendía triunfase. Muchas veces a lo largo de todo el tiempo transcurrido he sostenido que la asonada militar consiguió una parte, aunque fuera pequeña, de sus objetivos. Pero nunca, hasta leer a Cercas, supuse que estuvimos tan al borde del precipicio.
Aquel febrero de 1981 había sido muy especial. Sus cuatro lunes tuvieron una intensidad dramática, particularmente en Euskadi, que uno a uno podrían parecer insoportables para aquel tiempo, para aquella sociedad. ¡Qué decir de la suma de los cuatro!
Decía que recuerdo cuanto hice, escuché y ví aquel 23 F. Por eso eché en falta, en la muy minuciosa reproducción de los hechos de Javier Cercas, la referencia a una circunstancia que se produjo en los primeros momentos del asalto al Congreso: el desconcierto de los periodistas allí presentes que les llevó a comentar como posibilidad que los ocupantes del Parlamento fueran militantes de ETA disfrazados de guardias civiles. La presunción apenas duró, aunque sí lo suficiente para quedar grabada en algunas memorias. En las de quienes empezábamos a creer (unos) a temer (otros) que la política que se hacía y el terror que se imponía en Euskadi iban a determinar el desarrollo de la democracia en el Estado español.
(Para quienes se lo pregunten: el 2 de febrero, los junteros de Herri Batasuna impiden intervenir al Rey en Gernika; el 9 de febrero, las calles de Bilbao se llenan de ciudadanos en protesta por el asesinato a manos de ETA del ingeniero Ryan; el 16 de febrero vuelven a llenarse de ciudadanos las mismas calles por la muerte, torturado en comisaría, del etarra Arregi).
Muy posiblemente, Cercas también ha conocido esta imputación inicial y tal vez (con toda razón) por considerarla irrelevante la ha omitido en su, repito, brillantísimo relato. Seguramente la ha situado en la categoría de la anécdota, entre las que aparece como más destacada, por méritos propios, la de la televisión sueca que, al recibir casi en directo las primeras imágenes de la toma del Parlamento, se dirigió a la televisión española, que se las suministraba, para preguntar qué hacía en la tribuna un torero con pistola.
Son recuerdos que vuelven a esta hora precisa de la tarde del mismo día hace hoy 29 años, cuando el periodismo era para mí la mejor profesión del mundo. Y sin embargo aún fumaba.
Decía que recuerdo cuanto hice, escuché y ví aquel 23 F. Por eso eché en falta, en la muy minuciosa reproducción de los hechos de Javier Cercas, la referencia a una circunstancia que se produjo en los primeros momentos del asalto al Congreso: el desconcierto de los periodistas allí presentes que les llevó a comentar como posibilidad que los ocupantes del Parlamento fueran militantes de ETA disfrazados de guardias civiles. La presunción apenas duró, aunque sí lo suficiente para quedar grabada en algunas memorias. En las de quienes empezábamos a creer (unos) a temer (otros) que la política que se hacía y el terror que se imponía en Euskadi iban a determinar el desarrollo de la democracia en el Estado español.
(Para quienes se lo pregunten: el 2 de febrero, los junteros de Herri Batasuna impiden intervenir al Rey en Gernika; el 9 de febrero, las calles de Bilbao se llenan de ciudadanos en protesta por el asesinato a manos de ETA del ingeniero Ryan; el 16 de febrero vuelven a llenarse de ciudadanos las mismas calles por la muerte, torturado en comisaría, del etarra Arregi).
Muy posiblemente, Cercas también ha conocido esta imputación inicial y tal vez (con toda razón) por considerarla irrelevante la ha omitido en su, repito, brillantísimo relato. Seguramente la ha situado en la categoría de la anécdota, entre las que aparece como más destacada, por méritos propios, la de la televisión sueca que, al recibir casi en directo las primeras imágenes de la toma del Parlamento, se dirigió a la televisión española, que se las suministraba, para preguntar qué hacía en la tribuna un torero con pistola.
Son recuerdos que vuelven a esta hora precisa de la tarde del mismo día hace hoy 29 años, cuando el periodismo era para mí la mejor profesión del mundo. Y sin embargo aún fumaba.
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