Solo la impresión que produce el descubrimiento de Nueva York puede ser comparable a la sensación que cualquier europeo siente al llegar por primera vez a Tokio. Conocí NY con 18 años y ahora, para celebrar mis 60, me han regalado descubrir Tokio. En mi tierna juventud encontré la libertad; en la madurez encuentro el orden y la disciplina. No hay duda de que se trata de una cuestión de edad.
He apuntado en una libreta las sensaciones más primarias que me ha producido el desembarco en Japón. Me ha gustado lo ceremoniosos que son los japoneses; nada fingidos, es una de sus señas de identidad que se hace más evidente viniendo de donde venimos: de maltratarnos la cabeza, la cara, los hombros, la espalda y los brazos en saludos que rozan la agresión.
He admirado su limpieza; de los espacios públicos y de los privados. Sus aceras relucen, como los transportes y baños. Prohíben fumar en las calles, excepto en los lugares señalados para hacerlo, quizá para que nadie arroje colillas al suelo. No hay, prácticamente, papeleras y ningún resto de papel es visible ni siquiera en estaciones de tren con millones de transeúntes cada día.
¡Qué decir de la puntualidad! El transporte anunciado para las 11.15 sale a esa hora y llega exactamente a las 12.15, tal y como está previsto. ¡Y la precisión! El punto de acceso al tren que se anuncia a 145 metros está, justamente, a esa distancia; no son 140 ni 150 metros. Y el convoy se detendrá en el lugar exacto en el que está la puerta de acceso al vagón correspondiente a la reserva del usuario.
Japón es un país seguro; para los japoneses y para quienes lo visitan. Hay una leyenda urbana que les gusta repetir: si alguien olvida en un transporte público una cartera llena de dinero, que tenga la seguridad de que la encontrará, tal y como la olvidó, en el departamento de objetos perdidos; bueno, siempre y cuando quien la encuentre sea japonés.
Y es un territorio tranquilo, relajado, pese al incesante ir y venir de millones y millones de personas que, se advierte, valoran el silencio. Ni en el metro de Tokio ni en los trenes que unen la capital con las principales ciudades del país suenan los móviles, que todo el mundo tiene pero nadie usa para agredir con su conversación al vecino.
Uno viaja a Tokio con determinadas informaciones que alimentan prejuicios. Por ejemplo, el de la población envejecida que conforma una pirámide de edad invertida. Y, sin embargo, una de las sensaciones más luminosas que recibe es la de las multitudes de adolescentes y jóvenes que abarrotan sus calles.
Adolescentes (ellas y ellos) uniformados todos los días de la semana, domingos incluidos; las tribus más extravagantes que uno pueda imaginarse, vestidas como para participar (y ganar) el concurso más exótico. Las chicas con las minis (faldas y pantalones) imposibles, los chicos con las cejas más depiladas y los pelos más trabajados que imaginarse pueda.
Todos ellos son practicantes de la que parece religión mayoritaria: el consumismo, se practique en mercados populares, como el de Ameyoko, en Ueno o en las superlujosas tiendas de Omotesando o Ginza.
Repaso mi libreta y encuentro otros detalles que me han sorprendido. Por ejemplo, los billetes de banco que circulan, todos impecables, como recién salidos de la imprenta, lo que seguramente tiene que ver con la distancia con la que se relacionan con el dinero, que parece que nunca quieren tocar y menos aún cerca de los alimentos. Las máquinas de vending: solía decirse que en una sola calle de la Parte Vieja de Donostia había más bares que en toda la ciudad de Oslo. Aseguro que solo en la estación de Okachimachi hay más máquinas de vending que en todo Euskadi.
Y los cuervos. Enormes, omnipresentes en todas las ciudades, no he dejado de sentir el desagrado de su graznido y, sobre todo, sus vuelos rasantes en parques y jardines. No lo recordaba, pero de esos cuervos habla en sus novelas Haruki Murakami.
Estos días he releído el Tokio blues que me deslumbró cuando lo descubrí hace más de un lustro. ¡Qué gusto poder reconocer los lugares de referencia en la novela! Se trata de un libro imprescindible que no ha decepcionado a ninguna de las personas a las que se lo recomendé; y han sido muchas.
He aprovechado para comprar la edición original de Norwegian Wood, que es el título con el que la novela se publicó en Japón. Son dos preciosos volúmenes en los que, claro está, no entiendo absolutamente nada. Con bastante esfuerzo, apenas he aprendido a distinguir de otros nombres el de Murakami.
Pero ojeo el libro y adivino, en el para mí incomprensible lenguaje, las emociones de Naoko, de Reiko, de Midori y también las de Watanabe. De los intérpretes del Tokio blues.
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