Nunca hubiera imaginado que un viaje a Japón pudiera suscitar tanta atención e interés como compruebo ha ocurrido con el que viví en octubre pasado. La gente me pregunta y luego, esto es lo extraordinario, se queda a escuchar la repuesta, el breve relato que siempre acabo con un “absolutamente recomendable” referido al viaje. Y no es, no, por educación o por cortesía por lo que atienden; es verdadero interés.
Hay quien me ha criticado que situara en el mismo plano la búsqueda de la libertad a la que asociaba mi descubrimiento, en el lejano 1970, de Nueva York, con el encuentro del orden, la disciplina y la limpieza que he creído ver ahora en Tokio. Y es que seguramente necesitaba reconocer hoy estos atributos tanto como necesitaba sentirme libre tiempo atrás. Lo decía hace un mes: puede ser cuestión de edad.
El caso es que no recuerdo de viajes anteriores un postgusto tan persistente como en este y no encuentro otra razón que ese interés que he advertido a mi alrededor que, seguramente, he tratado de satisfacer con un entusiasmo mayor del que acostumbro. Será eso.
El viaje a Japón fue para mí más que descubrir Tokio. Fue también la belleza de Kyoto, el dinamismo de Nagoya. Y fue la experiencia, dolorosa y hermosa, de visitar Hiroshima que en el recuerdo a la inmensa tragedia que sufrió acoge un espacio consagrado a la paz que es memoria y es también un grito de “nunca más”.
Es imposible no sentirse sobrecogido en el parque conmemorativo, en el pabellón, en el museo, en esos lugares que llevan el apelativo de la paz. Pasé mucho tiempo en el parque observando a las personas de todas las edades que incesantemente llegaban ante el altar laico que lo preside y reflexionar o rezar brevemente. Fue fácil imaginar un propósito común a la mayoría, si no a todos: que no vuelva a repetirse.
Yo no había nacido aquel 6 de agosto en que desde el Enola Gay, un bombardero B-29, se cumplía la terrible orden del presidente Truman y la bomba atómica prácticamente borraba del mapa a la ciudad de Hiroshima y dejaba en ella más de 140.000 muertos. Todos hemos visto, leído y escuchado muchas veces la descripción de aquel horror. Del que guardo como un tesoro un testimonio.
El relator se llama Rufus Ritchie, uno de los más reputados científicos estadounidenses, un amigo del País Vasco, de cuya universidad es doctor Honoris Causa. Llegó a Euskadi, cómo no, de la mano del más ilustre científico vasco, Pedro Miguel Etxenike, quien un 2 de julio, lo recuerdo con precisión por razones que no vienen al caso, me encomendó su atención, que acompañamos de txakoli.
El doctor Ritchie había participado, por encargo del gobierno de su país, de la primera comisión enviada a evaluar sobre el terreno los efectos de la bomba atómica a Hiroshima (también en Nagasaki). Bastaron unas pinceladas de sus recuerdos para impresionarme hasta lo más profundo. Entonces y siempre que me ha venido a la mente en los 26 años que han transcurrido. No he arrastrado un trauma, no; pero es un recuerdo recurrente.
En el Parque de la Paz sentí que cumplía una necesidad de estar allí. Ante la cúpula de la bomba atómica, más aún en su visión nocturna que de día, me preguntaba como había podido tardar tanto tiempo en visitar Hiroshima.
Fotografía:X.Z.
La cúpula es un lugar muy especial. Son las ruinas apuntaladas del que fuera pabellón de fomento de la ciudad, algo así como su feria de muestras. La carga destructora del Enola Gay le cayó prácticamente encima y, sin embargo, fue de los pocos edificios que se mantuvo en pie. Todo en Hiroshima es emoción, pero ninguna como la contemplación de la cúpula de la bomba atómica.
Solo una hora separa a Hiroshima de la isla de Miyajima, uno de los paisajes naturales más bonitos que he visto nunca. En la breve travesía en ferry la isla recibe al visitante con su torii flotante, uno de los símbolos del Japón. Y la visión 360º desde la cumbre del monte Misen que preside la isla está en la categoría de lo casi indescriptible. Es más: en Miyajima preparan unas ostras a la brasa extraordinarias.
Fotografía: X.Z.
Cuento esto, supongo que por desdramatizar. Algo así nos enseñó Kafka cuando escribió: “ayer por la mañana los alemanes invadieron Polonia; por la tarde fui a nadar”.
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