miércoles, 12 de diciembre de 2012

IGNORANCIA

Entre las numerosas reflexiones que suelen atribuirse a Einstein, una de las más repetidas es la de que todos somos ignorantes, pero no todos ignoramos las mismas cosas. Más o menos literal.

No sé en qué momento de la vida, supongo que en diferentes, dependiendo de cambios, encrucijadas o estados de ánimo, uno piensa acerca de su propia ignorancia; o de lo limitado de sus conocimientos. Y más frecuentemente repara en la ignorancia de los demás.

Hay un tópico que me molesta particularmente: el que atribuye a los ciudadanos estadounidenses un total desconocimiento de Europa o, directamente, del resto del mundo. Muchos de los que aquí se recrean en su crítica apenas sabrían situar en un mapa imaginario de los EE.UU. un par de estados en cada costa, quizá Florida, tal vez Texas, pero no sabría hacerlo con la mayor parte de los estados de la Unión.

Y no quiero recurrir al tópico que se relata como chiste y seguramente no lo es tanto: ¿que vas a Buenos Aires? Mi primo vive en Caracas; si te lo encuentras, dale muchos recuerdos de nuestra parte.

Hace unos meses leía a Rosa Montero una columna con la que no puedo estar más de acuerdo. Venía a decir que mientras en una enciclopedia española se dedican a Quevedo cuatro páginas, el genial escritor apenas merece un párrafo en una enciclopedia británica; que es generosa en el espacio que destina a exploradores y aventureros de los que nosotros apenas hemos oído hablar.

Somos herederos de una formación en la que será determinante cuáles hayan sido no solo el interés, la inquietud, la aplicación, sino las fuentes de que las hayamos alimentado. Si han sido el Espasa, el Larousse o la enciclopedia británica; o la Biblia.

Hoy he vuelto a pensar en esto cuando me han invitado a la presentación de un boletín de estudios históricos de la ciudad en la que nací y he vivido casi todos los años de mi vida. Y que creo conocer razonablemente bien: como los ingleses a sus descubridores, los franceses a sus escritores, como nosotros a nuestros futbolistas. Bueno, esto último es una licencia para quitar un poco de solemnidad al conjunto.

Porque no mencionaré a los científicos, después de los resultados de una encuesta reciente en la que la mayoría de los encuestados no era capaz de mencionar un solo nombre de un científico; ni de hoy ni de nunca.

Vuelvo a la invitación. Mi ciudad, San Sebastián, viene marcada por una fecha: 1813 y un hecho: el incendio que provocaron las tropas inglesas que venían a liberarla de los ocupantes franceses. ¿O fueron estas, las tropas napoleónicas en su huida las que dieron fuego a la ciudad?

Es una duda que permanece viva en nuestro imaginario colectivo, aunque para los historiadores y otros investigadores parece definitivo que fueron los asaltantes quienes hicieron prácticamente desaparecer San Sebastián. El año que viene, cuando se cumplan dos siglos de un acontecimiento que se rememora cada 31 de agosto quedará despejada, espero, la sombra de duda colectiva.

Estos días soy, espero que provisionalmente, un escéptico de la historia. La semana pasada me deslumbró una cita: “La historia es la certeza obtenida en el punto en que las imperfecciones de la memoria topan con las deficiencias de la documentación”. La cita se atribuía a Patrick Lagrange, francés; estaba en las primeras páginas de “El sentido de un final”, la última novela de Julian Barnes.

La definición de la historia me pareció fascinante y busqué inmediatamente a Patrick Lagrange en quien quise descubrir un pensador, tal vez, fundamental. Nunca había oído hablar de él, me extrañé aunque solo relativamente; conozco mis limitaciones.

Me liberó saber que el pensador no existe, que era una creación literaria de Barnes. Su novela no me había parecido tan extraordinaria como alguna de las anteriores. La veo mejor ahora, cuando me ha invitado a perseguir un fantasma, el de Patrick Lagrange.

A ver si consigo retomar el hilo. En el modesto boletín de estudios históricos al que me vengo refiriendo me han interesado especialmente unos personajes guipuzcoanos como yo de quienes a día de hoy no tenía noticia alguna: un escritor, Domingo de Aguirre, considerado, dicen, padre de la novela en euskera, autor de “Garoa”, editada hace ahora un siglo; un militar, Gabriel de Mendizábal, brillante general de las guerras napoleónicas, para quien piden una estatua en la Plaza de la Constitución donostiarra.

Hay más, muchas más cosas que me han descubierto, de una sola vez, los historiadores que han firmado el boletín. No sé si alguno de ellos habrá leído alguna vez a Barnes y dudo seriamente que conozca su última novela. (Y si la hubieran leído no comparten, seguro, la cínica descripción de lo que es la historia). Pero han sido motivo de una cura de humildad, otra, de las que tan necesitadas estamos determinadas personas.

Una vez más, Einstein tiene razón.

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