Primero de bachillerato en el curso 62-63 de los Jesuitas, para quienes el orden alfabético era importante: acababa con Zabala, Zabaleta, Zubiaurre. La relación se prolongó en el 63-64, ya en segundo: Zubillaga y Zubillaga.
Eran dos hermanos, Ezequiel y Juan Carlos, de hablar diferente al nuestro. Cubanos, su familia había salido de la isla ‘con lo puesto’ tras el triunfo en el 59 de la revolución de Fidel. Desde su llegada simpaticé con ellos y con los años fuimos grandes amigos.
Los Zubillaga fueron los primeros a quienes oí hablar de lo sucedido unos meses antes en Cuba. La suya fue la única versión que conocí en mucho tiempo. Hablaban de la idealizada provincia de Matanzas, de la que eran originarios. Del monstruo barbudo que se lo había arrebatado todo.
Y, no sé porqué lo recuerdo con tal nitidez, hablaban del hermano de Fidel, de Raúl: “es aún peor”. En más de medio siglo nunca he olvidado aquella referencia infantil a quien era el más malo, a Raúl, sorprendente protagonista de la gran noticia diplomática de los últimos días.
De poco tiempo antes es también otra anécdota relacionada con Cuba que recuerdo bien: la que protagonizó un embajador de España ante Castro, en un programa en directo de la televisión cubana, que jaleó con entusiasmo el régimen franquista. Aquel embajador, que era donostiarra, tenía su residencia de verano cerca de donde yo vivía y en muchas ocasiones asistí a su familia como recadista.
Se llamaba Juan Pablo de Lojendio e Irure (mi madre añadía: Marqués de Vellisca) y con sus dos hijos, que eran aproximadamente de mi edad, participé de muchos juegos en los veranos que ellos pasaban en villa Iturricho. No creo que nunca habláramos de Cuba.
El paso de los años fue dando otra perspectiva a cuanto nos rodeaba; también a lo que una década antes había sucedido en la isla Caribe. Empezaba a ser mi tiempo universitario y la imagen que adopté: barbudo, vestido a veces con casaca militar verde me exime de tener que explicar mucho más. El aspecto es casi siempre una manifestación de ánimo.
También lo es la música. Y las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés llenaron muchas de las horas ociosas que pude tener en el tiempo en que la Universidad había quedado atrás, inmediatamente sustituida por la vida laboral.
No conocí Cuba hasta unas vacaciones de 1987. Apenas un poco La Habana; más Varadero y sus playas. Consumí todos los tópicos a que me dio tiempo una estancia de diez días y como tantos otros más me quedé prendado de la simpatía de aquella gente, del nivel formativo que se les adivinaba y lamenté el bloqueo norteamericano que no se veía suficientemente compensado por el apoyo soviético.
De pronto cayó el muro de Berlín y se produjo el desmembramiento de la URSS con consecuencias terminantes también en la vida de Cuba, a donde tuve la suerte de ir con frecuencia en los 90. Para sufrir en cada viaje un desgarro al comprobar que la situación, en lugar de mejorar, empeoraba. La caída del muro material en Europa no tenía correspondencia en el muro virtual erigido por los Estados Unidos ante la isla.
Iba a Cuba con misiones empresariales unas veces; con deportivas en otras. En una de estas, con motivo de los campeonatos del mundo de pelota de 1990, creo que fui con corbata a la visita protocolaria que hicimos a Fidel Castro. La apariencia como estado de ánimo.
Y aunque pude conocer a Alberto Juantorena y comprobar su informalidad al no acudir un día a la cita que habíamos concertado, no por eso dejé de admirar sus segundos 400 metros para su medalla de oro en los 800 de Montreal 76. Y compartí brevemente mesa con el saltador Javier Sotomayor en una fiesta del hotel Habana Libre.
Experiencias extraordinarias que no tapaban la situación de debilidad económica y de bienestar de la sociedad cubana. Los ‘periodos especiales’ eran cada vez más frecuentes. La gente seguía siendo simpática, pero de manera algo diferente. Advertía más faltas de ortografía en las notas que me llegaban. Y el ron de fabricación casera que circulaba y los cubanos llamaban ‘chispadetren’ amenazó seriamente mi estómago.
No he vuelto este siglo. Estuve cerca, muy cerca, en Key West, Florida. Miré en la dirección en la que debía estar Cuba, pero creo que no logré verla. Y no era un problema de orientación.
El reciente anuncio de Obama y Raúl de restitución de las relaciones diplomáticas abre un resquicio a la esperanza. El muro virtual presenta una pequeña fisura que ojala crezca hasta derribarlo. El fin del bloqueo está más cerca aunque no acierto a adivinar qué lejos está realmente.
Y celebro el comienzo del fin de una hipocresía que resultaba insoportable. China y Cuba no son comparables en ninguna de sus magnitudes y solo podrían serlo en la similitud de sus sistemas políticos respectivos. Hacer negocios con la intensidad y frecuencia con que los Estados Unidos los hacen con China y sostener el férreo bloqueo sobre Cuba es un fingimiento insufrible.
Aplaudo la decisión de Barack Obama. ¿Y Raúl? Evoco a mis amigos de la adolescencia. La última referencia que tengo de ellos sitúa a los Zubillaga en Venezuela. ¿Recordarán aquella conversación que tuvimos, al poco de conocernos, hace medio siglo?
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