sábado, 26 de septiembre de 2015

MOSCÚ

Si nunca han estado en Rusia, vayan; si fueron hace mucho, vuelvan. Vengo de visitar Moscú y San Petersburgo y es lo primero que se me ocurre: recomendar un destino hacia el que no creo advertir una gran disposición en el entorno social en que me muevo.

 Bueno, tampoco debe haberlo en otros ámbitos que frecuento menos. Tanto es así, que escasean las guías de Moscú en castellano (el caso de San Petersburgo, objetivo turístico definido, es diferente), hasta el punto que ni siquiera Lonely Planet tiene una. No encuentro un argumento más contundente para reafirmar el escaso interés que suscita. Hace más de 20 años que en un breve plazo de tiempo viajé por dos veces a Moscú. Eran tiempos de Perestroika y, disculpen el oxímoron, de opaca transparencia (glasnost). Y aunque viví con intensidad la ciudad, la memoria me la ha devuelto siempre como un lugar oscuro.

La transformación, de la que sabía por los medios de comunicación, es brutal; desborda todas las expectativas. Moscú, el centro de la ciudad, el área que rodean sus bulevares, es un espacio limpio, impoluto, en el que es muy difícil ver un papel en el suelo. No solo porque abundan las brigadas de limpieza, que también; sobre todo, porque los ciudadanos son muy cuidadosos. Lo son en las amplias aceras de sus inmensas avenidas, en el prodigioso metro que frecuentan y en los baños de cualquier establecimiento hostelero que casi remiten al recuerdo de Japón.

No era así dos décadas atrás, cuando por sus bacheadas calles legiones de “Ladas” contaminaban el ambiente, cuando apenas unas telas para cortar y unas prendas esenciales no muy bien cortadas ocupaban las enormes cristaleras de los almacenes Gum, en la Plaza Roja. Las avenidas moscovitas son hoy el escaparate de las vanidades automovilísticas y de la contaminación, que no falta, se encargan los “Ferrari” con sus escapes libres cuando dejan atrás uno de los monumentales atascos que se suceden en todas las calles. Los Gum conservan su nombre (Almacén General del Estado, según la denominación oficial) y en los escaparates, donde las cristaleras parecen aún mayores, se concentra todo el lujo imaginable de ropa y complementos.

Sabíamos de la debilidad de los rusos por la ostentación pero no pensaba que llegaran a tanto. Pero hablo, repito, del Moscú entre bulevares que he visitado. No tengo idea de lo que será el extrarradio, más allá de la visión fugaz en el camino del aeropuerto de Domodedovo o en el tránsito hasta la estación Leningradski. Cuanto dijera sería mera suposición o información al alcance de cualquiera sin visitar Moscú. Por tanto, nada que comentar con fundamento sobre la situación política (pese a la creciente influencia de Rusia en la geopolítica no solo europea: Ucrania, principalmente; sino mundial: Siria, el Ártico…) ni social.

En el Moscú que revisité no había mujeres vendiendo a las puertas de los metros las frutas, verduras y otros productos de las dachas, uno de los iconos de la ciudad aún recientemente; ostentación y lujo rayano en la obscenidad en calles como la Stoleshnikov, la que quieran. No era visible la prostitución, tan presente en aquel tiempo de mi referencia anterior.

Y, claro, está la dificultad insalvable de leer cirílico, más allá de interpretar la dirección de una calle. Por tanto, tenía vedada la prensa como fuente de información. La prensa editada en inglés prioriza, según pude constatar, las historias “sociológicas” sobre las políticas. Así fue durante mi estancia en la portada del “Moscu Times” que un día se preguntaba a toda plana si la prostitución es vicio o delito. Yo no la vi, pero debía andar cerca.

Visible era, en cambio, la presencia religiosa. Las iglesias tradicionales se han rehabilitado o están en proceso de hacerlo integralmente como sucede en Novodievichy. De pronto se aparece una catedral monumental, recientemente erigida, como la del Cristo Redentor. Y ya en casa leo que acaba de inaugurarse la mayor mezquita de Europa con capacidad para 10.000 fieles. Rusia, Putin, deben tener claro que los imperios, como el que sin mucho disimulo aspiran a reeditar, debe ir de la mano de templos y religiones.

En el clima amable de fin de verano de que disfruté, pasear por el Moscú histórico ha sido un placer. Como ninguno, como siempre, la Plaza Roja. En las visitas anteriores acababa preguntándome porqué regresaba con tanta insistencia a aquel lugar. Cuando miro las notas recientes compruebo que todos los días, sin excepción, he pasado por la Plaza Roja, he mirado con admiración San Basilio y recorrido la muralla y fortaleza del Kremlin.Y me he puesto a las puertas del espectacular y mimado teatro Bolshoi, cerrado a cal y canto esos días, por lo que nada de ópera o ballet en uno de los escenarios más hermosos del mundo. Donde vi, en 1994, una extraordinaria representación de “La Traviata” junto a Imanol Elorriaga, presidente entonces de la Cámara de Comercio guipuzcoana, a quien recordé con retraso que lamenté en un post meses después de su muerte que tanto sentí.

De Moscú venían diciéndonos que era la tercera, cuarta ciudad más cara del planeta. Debía serlo cuando por un euro te daban 35 rublos. Hoy, tras la crisis ucrania, las sanciones de la UE y las devaluaciones que les han acompañado, por un euro te dan alrededor de 75 rublos. No es una ciudad (muy) barata, pero todo es asequible. Encuentro en esto un argumento que refuerza la recomendación con la que he arrancado: vayan a Moscú.


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