miércoles, 24 de enero de 2018

CAFRUNE

Envejecer nos reblandece. Lo he comprobado esta mañana al acudir a la memoria de Jorge Cafrune de cuya muerte se cumplirán 40 años el próximo jueves. Escuchar de nuevo su impresionante versión de las “Coplas del payador perseguido” me ha emocionado como creo no lo había hecho nunca. Y eso que he recurrido hasta el aburrimiento de algunas personas que me rodean a varias de las reflexiones hechas versos por el autor de las coplas, otra inolvidable referencia: el gran Atahualpa Yupanqui.

Cuando algún amigo bromea y me reprocha mi ausencia en las crónicas periodísticas que dan testimonio de determinados actos públicos recuerdo la copla: “si me siento alabar me voy yendo despacito, pero aquel que es compadrito paga pa’hacerse nombrar”. Y compadritos he conocido unos cuantos. Pero el recurso a otra de las coplas: “unos trabajan de trueno y es para otros la llovida” me ha costado, más allá de la broma, algún disgusto. Se la decía a mis amigos de Eusko Alkartasuna (EA) cuando se integraron en la extraña coalición de la que aún son partícipes. Unos me retiraron su amistad, de otros no sé si abandonaron el partido.

Las coplas me llevaron 40 años atrás, que parece ser la medida temporal de muchas cosas (2018 va a estar repleto de recordatorios de aquel 1978) para quienes vamos haciéndonos viejos. La noche del día primero de febrero de aquel año, cuando galopaba en un caballo blanco por el arcén de una carretera del municipio de Benavídez, en la provincia de Buenos Aires, una camioneta arrolló a Jorge Cafrune, quien murió a las pocas horas a consecuencia de las gravísimas heridas que sufrió.

En el primer momento se habló de un accidente fortuito de tráfico, de acuerdo con la versión oficial de las autoridades, que en aquellos sombríos tiempos de la Argentina eran los milicos del general golpista Jorge (ya es desgraciada la coincidencia en el nombre de pila) Videla. Pero no tardó en abrirse hueco la sospecha y empezó a hablarse de muerte confusa del cantor y la duda sobre la muerte accidental creció hasta hacerla insostenible.

Viajé por primera vez a Buenos Aires en el otoño de 1979, en los tiempos en que los Falcon negros de la policía militar peinaban sin descanso todos los rincones de la ciudad. Ignoro si llevaban antenas direccionales para escuchar todas y cada una de las conversaciones de los ciudadanos, pero estos actuaban como si así fuera. Me interesé, cómo no, sobre los rumores acerca de la muerte de Cafrune y no obtuve ni una versión alternativa a la oficial ni una confirmación de esta.

Tampoco pude comprar, como esperaba, toda la producción discográfica de mi admirado folklorista (ya he contado aquí alguna vez que casi fuimos amigos en sus venidas a actuar en Donostia), que había sido retirada, totalmente en unos casos y parcialmente en otros, de las tiendas de discos. Y yo aspiraba, siquiera, a tener todas las versiones de la “Zamba de mi esperanza”, uno de los tres himnos de mi vida (los otros serían el “Imagine” de Lennon y el “Mediterráneo” de Serrat). No hubo manera.

La interpretación en un festival, ante la insistente petición del público, de la inexplicablemente prohibida “Zamba de mi esperanza” se apunta como el detonante para que los milicos sentenciaran a muerte a Cafrune. Y es que el oscuro accidente (no solo porque fuera de noche) aparece hoy, 40 años después, como un claro episodio de homicidio.

El cantor iba a Corrientes a participar de los actos que conmemoraban el bicentenario del nacimiento de José de San Martín. Portaba un cofre con arena que él mismo había llevado desde Boulogne-Sur- Mer, la localidad francesa en la que murió el Libertador. Una camioneta le atropelló y el conductor escapó sin prestarle asistencia. Tiempo después se supo que la camioneta pertenecía al parque móvil del ministerio de Bienestar Social. Se supo también que quien la conducía era un joven de nombre Héctor.

El delito de Cafrune, un hombrachón vitalista de 40 años de edad, había que encontrarlo en los inocentes versos que el mendocino Luis Profili escribió en “Zamba de mi esperanza”. Como una premonición, dice el bellísimo himno: “sueño, sueño del alma que a veces muere sin florecer”. Y si el sueño no muere, lo matan. El jueves 1 de febrero, 40 años más tarde, escucharé la zamba desde la hora de despertarme hasta la de dormir.

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