No hace aún un mes (fue el 20 de enero, el día de San Sebastián, como siempre) de la toma de posesión de Barak Obama. Al margen de lo que ha representado su llegada a la Casa Blanca en términos de ilusión y esperanza, que han sido muchas, quiero fijarme en un hecho: el interés y atención que todos nosotros prestamos a la ceremonia (como los habíamos prestado a lo largo de la interminable campaña electoral, desde las primarias del Partido Demócrata) que vivimos a medio camino entre el hecho histórico que nos gusta vivir y el espectáculo del que nos gusta disfrutar.
Hace un mes mirábamos al Washington que la televisión introducía en nuestras casas y compartíamos la emoción de quienes abarrotaban el inmenso Mall cuyo perfil (el obelisco, el Lincoln memorial...) reconocemos más fácil que paisajes apenas distantes unas docenas de kilómetros de nuestros domicilios.
Nos disponemos ahora a recibir, de nuevo la televisión en la sala de casa, las imágenes de otra ceremonia: la entrega de los Oscar que tiene lugar en Los Angeles, en la otra punta de los mismos Estados Unidos. Y de esto quiero hablar pasando por alto (sólo aparentemente) un dato más: entre los dos espectáculos televisivos hemos tenido ocasión y hasta motivo para volver la atención a los EE.UU. Primero fue la final de la Super Bowl de Tampa, Florida, con la actuación de Bruce Springsteen como elemento común a la toma de posesión de Obama y luego ha sido el All Star de Phoenix, Arizona, la confrontación Este-Oeste con sus concursos adheridos.
Decía que hablaría de los Oscar y a ello voy. Sin referirme a candidaturas ni a preferencias ni a hacer quinielas, que con este asunto llevamos ya semanas y debo reconocer que de las películas nominadas no sé si he visto una o ninguna. Pero no se me tome por lo que no soy; acabaré viéndolas casi todas. A gusto.
Cada vez que llega el día de los premios pienso en lo mismo: éste de la entrega de los Oscar es el momento culminante del proceso de colonialismo cultural y social (voluntariamente aceptado, en buena medida) a que nos ha sometido la industria del entretenimiento norteamericana.
No me refiero a ese colonialismo histórico, de explotación económica y dependencia política respecto de la metrópoli que ya sabemos impusieron los sucesivos imperios. Es un colonialismo mucho más sutil, nada agresivo, de apariencia inocua, que influye de manera determinante en muchas de nuestras prioridades culturales y en nuestros comportamientos sociales.
¿Cómo valorar la influencia del cine que vemos en la vida que vivimos? Escuchaba no hace mucho a Diana Bracho, actriz mexicana de “Y tu mamá también”, decir que el cine es la expresión cultural más trascendente, que el cine es el mejor embajador y que el cine da a conocer todos los ámbitos de la idiosincrasia de un pueblo.
Seguramente se puede decir mejor, con expresiones más ajustadas a la corrección sociológica, pero no será más claro. Al final, cada vez somos un poco más lo que vemos. Cada vez más aceptamos unas propuestas de comportamiento y rechazamos otras de acuerdo con unos modelos que nos muestra el cine y que van conformando una parte (mayor en unos casos; muy pequeña otras veces) de la que podríamos llamar nuestra educación integral.
Creo haber leído alguna vez, pero es un dato que no he podido contrastar suficientemente por lo que debe tomarse con reservas, que la industria del entretenimiento de los Estados Unidos es la principal actividad exportadora de aquel país. Si así fuera (sería igual siendo la segunda, la tercera o la cuarta actividad) al colonialismo cultural y social, indudable, podría añadirse el económico. Y si a esto le sumamos el factor político de la foto (la de Aznar y Blair con Bush) en las Azores...
No quiero perder el hilo. A su manera, Europa ha tratado de defenderse de la invasión, con acierto desigual en el norte, el centro y el sur; sin gran éxito en la primera mitad del pasado siglo, en la segunda y en este nuevo. También Europa ha reconocido el valor de símbolo de esos Premios Oscar con cuyos resultados amanecerá el lunes 23, si es que no ha pasado la noche en vela. Y ofrece sus propios premios, como los Bafta en Reino Unido, los César en Francia, los David en Italia, los Goya en España y hasta los más institucionales de la Academia de Cine europeo.
Pero el cine europeo está en crisis. Y no es, me niego a admitirlo, porque no haya ideas y talento para sacarlo adelante y hacerlo con brillantez. Somos nosotros, los espectadores europeos, los que más hemos cambiado como consecuencia de esa influencia americana, de esa forma de ver el cine y vivir la sociedad a través de ese cine.
Por lo general, nos aburrimos con el cine europeo, salvo por el más inmediato que tiene otras connotaciones sociológicas. Aquél, el de los otros europeos, casi ni se exhibe y si lo hace parece clandestino. En las taquillas manda el cine de Estados Unidos. Aunque a veces nos ponemos progres y decimos eso de: el que a mí me gusta es el cine independiente; el de los EE.UU., por supuesto.
De nuestro cine europeo la crítica más común suele ser: es que es lento. Samuel Goldwyn, uno de los grandes de la industria cinematográfica en Hollywood expresaba así su visión del cine: “Lo que queremos es una historia que empiece con un terremoto y que luego vaya subiendo hasta llegar al climax”.
Es lo que nos han transmitido; a lo que nos han acostumbrado. Lo que hace a nuestros ojos lento y aburrido el cine europeo.
Hace un mes mirábamos al Washington que la televisión introducía en nuestras casas y compartíamos la emoción de quienes abarrotaban el inmenso Mall cuyo perfil (el obelisco, el Lincoln memorial...) reconocemos más fácil que paisajes apenas distantes unas docenas de kilómetros de nuestros domicilios.
Nos disponemos ahora a recibir, de nuevo la televisión en la sala de casa, las imágenes de otra ceremonia: la entrega de los Oscar que tiene lugar en Los Angeles, en la otra punta de los mismos Estados Unidos. Y de esto quiero hablar pasando por alto (sólo aparentemente) un dato más: entre los dos espectáculos televisivos hemos tenido ocasión y hasta motivo para volver la atención a los EE.UU. Primero fue la final de la Super Bowl de Tampa, Florida, con la actuación de Bruce Springsteen como elemento común a la toma de posesión de Obama y luego ha sido el All Star de Phoenix, Arizona, la confrontación Este-Oeste con sus concursos adheridos.
Decía que hablaría de los Oscar y a ello voy. Sin referirme a candidaturas ni a preferencias ni a hacer quinielas, que con este asunto llevamos ya semanas y debo reconocer que de las películas nominadas no sé si he visto una o ninguna. Pero no se me tome por lo que no soy; acabaré viéndolas casi todas. A gusto.
Cada vez que llega el día de los premios pienso en lo mismo: éste de la entrega de los Oscar es el momento culminante del proceso de colonialismo cultural y social (voluntariamente aceptado, en buena medida) a que nos ha sometido la industria del entretenimiento norteamericana.
No me refiero a ese colonialismo histórico, de explotación económica y dependencia política respecto de la metrópoli que ya sabemos impusieron los sucesivos imperios. Es un colonialismo mucho más sutil, nada agresivo, de apariencia inocua, que influye de manera determinante en muchas de nuestras prioridades culturales y en nuestros comportamientos sociales.
¿Cómo valorar la influencia del cine que vemos en la vida que vivimos? Escuchaba no hace mucho a Diana Bracho, actriz mexicana de “Y tu mamá también”, decir que el cine es la expresión cultural más trascendente, que el cine es el mejor embajador y que el cine da a conocer todos los ámbitos de la idiosincrasia de un pueblo.
Seguramente se puede decir mejor, con expresiones más ajustadas a la corrección sociológica, pero no será más claro. Al final, cada vez somos un poco más lo que vemos. Cada vez más aceptamos unas propuestas de comportamiento y rechazamos otras de acuerdo con unos modelos que nos muestra el cine y que van conformando una parte (mayor en unos casos; muy pequeña otras veces) de la que podríamos llamar nuestra educación integral.
Creo haber leído alguna vez, pero es un dato que no he podido contrastar suficientemente por lo que debe tomarse con reservas, que la industria del entretenimiento de los Estados Unidos es la principal actividad exportadora de aquel país. Si así fuera (sería igual siendo la segunda, la tercera o la cuarta actividad) al colonialismo cultural y social, indudable, podría añadirse el económico. Y si a esto le sumamos el factor político de la foto (la de Aznar y Blair con Bush) en las Azores...
No quiero perder el hilo. A su manera, Europa ha tratado de defenderse de la invasión, con acierto desigual en el norte, el centro y el sur; sin gran éxito en la primera mitad del pasado siglo, en la segunda y en este nuevo. También Europa ha reconocido el valor de símbolo de esos Premios Oscar con cuyos resultados amanecerá el lunes 23, si es que no ha pasado la noche en vela. Y ofrece sus propios premios, como los Bafta en Reino Unido, los César en Francia, los David en Italia, los Goya en España y hasta los más institucionales de la Academia de Cine europeo.
Pero el cine europeo está en crisis. Y no es, me niego a admitirlo, porque no haya ideas y talento para sacarlo adelante y hacerlo con brillantez. Somos nosotros, los espectadores europeos, los que más hemos cambiado como consecuencia de esa influencia americana, de esa forma de ver el cine y vivir la sociedad a través de ese cine.
Por lo general, nos aburrimos con el cine europeo, salvo por el más inmediato que tiene otras connotaciones sociológicas. Aquél, el de los otros europeos, casi ni se exhibe y si lo hace parece clandestino. En las taquillas manda el cine de Estados Unidos. Aunque a veces nos ponemos progres y decimos eso de: el que a mí me gusta es el cine independiente; el de los EE.UU., por supuesto.
De nuestro cine europeo la crítica más común suele ser: es que es lento. Samuel Goldwyn, uno de los grandes de la industria cinematográfica en Hollywood expresaba así su visión del cine: “Lo que queremos es una historia que empiece con un terremoto y que luego vaya subiendo hasta llegar al climax”.
Es lo que nos han transmitido; a lo que nos han acostumbrado. Lo que hace a nuestros ojos lento y aburrido el cine europeo.
Creo que este post trata varios temas que podrían ser tratados de forma autónoma. Planteo varias preguntas:
ResponderEliminar1-. ¿Existe realmente el cine americano o europeo? ¿Qué es cine español? ¿Los thriller de Amenabar, las mujeres de enlutadas de Almodóvar, las comedias casposas de Antonio del Real, los películas oníricas de Julio Medem, el costumbrismo de León de Aranoa?
2-. ¿Realmente el espectador está abducido por el cine americano? Si es así, ¿Por qué sigue triunfando año tras año un programa como “cine de barrio”? o ¿por qué los espectadores prefieren a los mafiosos de cartón piedra de “sin tetas no hay paraíso” a “Los Soprano”?
3-. Si la cultura norteamericana nos tiene colonizados, ¿cómo se explica que de los 50 discos más vendidos el año pasado en España sólo 3 fueran de habla no hispana?
4-. La cultura, ¿es un motor de la economía o esclava de la misma? No dejamos de oír quejas del mundo del cine en el que se denuncia que el arte no puede estar a merced del dinero, y sin embargo, muchos de los grandes clásicos del cine fueron meros trabajos de encargo comercial… Incluso Francis Ford Coppola aceptó rodar “El padrino” sólo para pagar deudas.
5-. ¿La cultura audiovisual es el reflejo de nuestra sociedad como se ha creído siempre, o ya ha llegado el momento en el que la sociedad es el reflejo de lo que ve y escucha? Ya que el autor del blog es aficionado a las citas, copio lo que escribía Nick Hornby en su libro “Alta Fidelidad”: “Algunas de mis canciones preferidas: Only Love Can Break Your Heart de Neil Young; Last Night I Dreamed That Somebody Loved Me de los Smiths; Call Me de Aretha Franklin; I Don´t Want To Talk About It, de quien sea (…) Hay canciones de estas que he escuchado por término medio al menos una vez por semana (trescientas veces el primer mes y después de vez en cuando), desde que tenía dieciséis, diecinueve o veintiún años. ¿Cómo no va a dejarte eso magullado por algún sitio? ¿Cómo no te va a convertir eso en una persona fácilmente rompible en mil trocitos, cuando tu primer amor se va al garete? ¿Qué fue primero: la música o la tristeza? ¿Me dio por escuchar música porque estaba triste? ¿O es que estaba triste porque escuchaba música? ¿No te convierten todos esos discos en una persona de tendencia melancólica? Hay quien se preocupa, y mucho, de que los niños pequeños jueguen con armas de fuego, de que los adolescentes vean vídeos en los que la violencia es moneda corriente: nos da miedo que esa cultura de la violencia termine tragándoselos como si tal cosa. A nadie le preocupa en cambio que los niños escuchen miles, literalmente miles de canciones que tratan siempre de corazones destrozados, de rechazos y abandonos, de dolor, tristeza, pérdida. Las personas más desgraciadas que yo he conocido, románticamente hablando, son las que tienen un desarrollado gusto por la música pop. Y no sé si la música pop es la causante de esta infelicidad, pero sí tengo claro que han escuchado esas canciones infelices desde hace más tiempo del que llevan viviendo una vida más o menos infeliz. Así de claro”. Si esta teoría fuera cierta, el dato del tercer punto debería ser algo para celebrar, porque está claro que el gusto por la música no es algo muy desarrollado por aquí…
P.D.: Absolutamente incomprensible que la canción "The wrestler" no esté nominada al Oscar...
Mi mujer suele decirme que cuando discrepo de mis hijos tengo tendencia a abroncarles, más que a argumentar.
ResponderEliminarNo le faltan argumentos a Xabi Zabaleta,ni mucho menos, pero ¡menuda bronca me ha echado! Prometo responder en una segunda entrega de Colonización cultural.
Xabier Zabaleta