Viajé por primera vez a Argentina en 1979. En plena dictadura de Videla; con una agobiante presencia militar en la esquina de cualquier calle de Buenos aires; con los Ford Falcon negros llevando de norte a sur y de este a oeste el mensaje del tormento, la muerte y la desaparición; en un ambiente del que todavía estaban suspendidos los restos de la euforia de la copa del mundo de fútbol que habían ganado un año antes; en medio del desafío de algunos bienpensantes y de muchos que no lo eran contra el resto del mundo: “los argentinos somos derechos y humanos” proclamaban en los escaparates y en las lunas traseras de sus coches.
Pero iba predispuesto y la Argentina me enganchó. Como lo habían hecho unos años antes las milongas de sus intérpretes más populares. El siempre magnificado boom de la literatura latinoamericana de la que fui propagador entusiasta tuvo su hermana menor, muy menor, en la música de aquellas buenas personas y honestos artistas entre las que recuerdo particularmente una : Jorge Cafrune, para mí el mejor representante del folklore argentino.
Su “Zamba de la esperanza” es uno de los tres o cuatro himnos de mi vida. Aún me emociona escucharle el “pues según dicen nací varón porque en el dique faltaba un peón” que canta en “Quien me enseñó”. Jorge era más que un cantante; era un intelectual comprometido con todas las manifestaciones de la música popular de su país.
Pero Cafrune fue sobre todo el amigo con el que comí y bebí después de sus actuaciones en el Victoria Eugenia, en la Parte Vieja donostiarra. Eran los primeros setenta. Un camión le atropelló y causó la muerte a medianoche, en un oscuro episodio nunca esclarecido, cuando cabalgaba por el arcén de una carretera. Fue allí, en la Argentina: trataba de homenajear a San Martín, en el tiempo (febrero de 1978) en el que vivir como gaucho se había hecho peligroso. Más que pasear vestido de gaucho por la calle Mayor de San Sebastián.
Aquí era seguido de cerca por los oscuros funcionarios franquistas, que vigilaban no fuera a repetir en medio de la calle las frases revolucionarias de los poemas de Martín Fierro y las milongas que acababa de desgranar, en el escenario del teatro, con esas erres arrastradas que se hacen eses, propias del noroeste argentino. Y sólo íbamos hasta el Manolo a comer algo de marisco.
De la milonga al tango, en aquel primer viaje conocí a Edmundo Rivero en su Viejo Almacén. Y en muchos años de memorizar las letras casi siempre tristes pero siempre profundas de los tangos llegué a mi intérprete actual favorita: Adriana Varela. Algún día hablaré de ella, de Rivero y del tango. De esa filosofía de arrabal que a menudo encuentra un lugar en las reflexiones de salón.
Una noticia, la del procesamiento del ex general Olivera, máximo responsable de los centros clandestinos de detención y tortura en la dictadura, acusado de los más terribles delitos que escucha con indiferencia en un juicio que acaba de comenzar en Buenos Aires, me ha traído el recuerdo de aquel primer viaje.
Volví varias veces en los noventa y otras más ya en este siglo. En diciembre pasado ingresé por duodécima vez en el aeropuerto de Ezeiza (trece horas de vuelo desde Madrid, apenas tardo cuatro minutos en llegar andando al Ezeiza de Ondarreta, pero ésa es otra historia) y paseando por Buenos Aires, en la inevitable visita a la librería Ateneo de la Avenida Santa Fe supe con alegría que Tomás Eloy Martínez, uno de los escritores a los que más admiro, acababa de editar una nueva novela: Purgatorio. Que compré y devoré casi al mismo tiempo. Impresionante la descripción que hace del drama que viven las personas que esperan a sus seres queridos que han sido desaparecidos por los militares.
Los amigos me preguntan más por vinos que por libros, aunque también.
Así que el próximo día me centro en la novela: “Del exilio nadie regresa”, afirma el escritor que narra la historia. Y me detendré en el autor, en Tomás Eloy Martínez, nacido en Tucumán, la provincia de la que un día llegó a Buenos Aires la extraordinaria Mercedes Sosa, precisamente de la mano de Jorge Cafrune, su padrino artístico. El “Gracias a la vida” de Mercedes Sosa ha sido el acompañamiento musical en el funeral y entierro de más de un amigo.
jueves, 12 de febrero de 2009
TUCUMANOS Y TUCUMANAS
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