miércoles, 25 de marzo de 2009

BICICLETAS (Y OSTRAS) EN PARIS

No creíamos que los niños vinieran de Paris pero a los de mi generación mayo del 68 nos hizo pensar que la utopía sí, que la utopía venía de Paris. Decía Herriot que una utopía es una realidad en potencia. Y al encuentro de la utopía realizada viajamos una y otra vez, con entusiasmo juvenil, a Paris. Conozco a alguno que se dejó las uñas tratando de levantar un adoquín ante la fuente de Saint Michel para comprobar que no, que todavía la playa no asomaba bajo los adoquines.

Ahora he vuelto a Paris por cuatro días. Ya no busco quimeras, más allá del espléndido Quimera (malbec, merlot, cab. sauvignon y cab. franc) que hace Achával Ferrer en Mendoza. Y he vuelto a disfrutar de la ciudad más hermosa de Europa, una condición que a mis ojos nunca ha perdido. Pasear sin prisa ni destino, por el mero placer de pasear.

El primero de los días, el jueves 19, era de una huelga pretendidamente general que apenas se hizo sentir en el pulso ciudadano. ¿Sería la huelga la razón de lo vacías, absolutamente vacías, que estaban las tiendas del lujo del Faubourg Saint-Honoré y de plaza Vendôme? ¿O habrá que buscar la causa en la crisis que también en Francia (hay quien opina que especialmente, pero eso pasa en cada país, en todos los países) se deja sentir con fuerza?

En cualquier caso, lo que había provocado las movilizaciones francesas no era tanto la crisis, que también, sino el descontento cada vez más generalizado con las actitudes y decisiones del presidente Sarkozy. Nada que objetar ni de que extrañarse; el pueblo acaba siempre manifestando su buen sentido.

Las tiendas del lujo ocupadas sólo por sus estirados dependientes y los musculosos gorilas que guardan la puerta. Por contraste, las populares galerías La Fayette estaban hasta la bandera; de curiosos y puede que hasta de compradores.

Y Paris, la ciudad estaba también abarrotada. De visitantes, de turistas para entendernos, aunque a casi nadie le guste la clasificación aplicada a sí mismo. Menos, cuanto más turista se es. La OMT de Naciones Unidas define el turismo como las actividades que realizan las personas durante sus viajes y estancias en lugares distintos a los de su entorno habitual, por un tiempo inferior a un año, con fines de ocio, negocio y otros motivos. Ser turista no debe ser, por tanto, necesariamente algo perverso.

Francia es el primer destino turístico del mundo, con más de 82 millones de visitantes al año. Y en grandísima medida concentrado en la ciudad de Paris que es, con diferencia, la ciudad del planeta que más turistas acoge.

No tengo idea de cuántos cientos de miles ocupamos sus calles bajo el amable sol de estreno de la primavera que nos acompañaba en los jardines de Luxemburgo, de las Tullerías o de Campo de Marte; en el asfalto de los Campos Elíseos, los boulevares o las calles de Montmartre y Le Marais; en el ritual de comprobar que la torre Eiffel sigue apoyada en la misma base; que el Arco del Triunfo congrega más conmemoraciones que ningún otro lugar; que la Pirámide del Louvre ya no parece una audacia, integrada como está en su entorno; que las escaleras que llevan al Sacre Coeur son las mismas aunque parezcan más; que Notre Dame, el Pompidou…; que valía la pena ser turista en el Paris del puente de marzo.

Según los datos oficiales, 600.000 personas trabajan, directa o indirectamente en Paris para el sector turístico. En la región, el turismo representa el 10% del PIB. ¿Cuántas de esas personas están comprometidas con su trabajo que tanta riqueza genera a su sociedad?

Si nos guiamos por la amabilidad que manifiestan hacia quienes les visitan, son más bien pocas. La falta de simpatía, la profunda antipatía a veces de dependientes y camareros (los que en un sector y otro son franceses, otra cosa son los inmigrantes, aunque ya se sabe la fuerza del contagio) es el contrapunto a tanta belleza. La cara de la ciudad para quienes la visitamos repite sin disimulo un mismo gesto: estamos hartos de estos estúpidos turistas que hacen más incómoda nuestra vida, a cambio de apenas 40.000 millones de euros al año.

Quiero hacer una breve reflexión acerca de la comida. Es la parcela de actividad en la que me atrevería a decir que menos ha evolucionado Paris; en la que más estancada está. Hasta el punto de que lo que un día fue motivo de admiración hoy invita a la indiferencia. Las fórmulas de brasseries y bistrots están ancladas en el tiempo, como las vajillas y cristalerías en la que las sirven.

Cumplen con el trámite de dar de comer al turista, cuya satisfacción están lejos de buscar. Lo que aprecio y reconozco en estas casas de comidas es su capacidad de supervivencia y la fortaleza de su tradición que ha limitado extraordinariamente la implantación de fórmulas foráneas que han invadido los espacios de casi todas las demás ciudades de occidente.

El toque de clase, que no podía faltar, sigue presente en la amplia oferta de ostras que se encuentra en cualquier esquina. Y allá donde hay ostras, a cualquier hora, al alcance de cualquier bolsillo medio, un respeto. La decadencia es más cosa de las patatas fritas, nunca vendrá por las ostras. Aún hay, pues, esperanza.

No voy a deslizarme más por la vía fácil gastronómica, por el refugio de tantos que, jóvenes, buscamos la utopía, la playa bajo los adoquines y nos hemos encontrado, adultos, viviendo la vida con una copa de vino en la mano.

Y si el estancamiento de Paris está en sus restaurantes, la innovación en este 2009 está en sus calles: en los miles de bicicletas nuevas, impecablemente cuidadas, magníficamente gestionadas y, a lo que se ve, ejemplarmente utilizadas por toda clase de público.

Han alcanzado tal presencia y carta de naturaleza que nadie, ni coches particulares ni servicios públicos las arrinconan contra las aceras ni siquiera las espantan con sus bocinas.

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