También a mí de niño me durmieron con muchos cuentos aunque no puedo decir, como el poeta, que “sé todos los cuentos”. (León Felipe, en Poemas del alma).
Me relataron muchas fábulas y recuerdo algunas. Los fabulistas Samaniego y La Fontaine fueron parte de nuestra educación moral infantil; podría haber sido mucho peor. Un breve de prensa de hace unos días me hizo recordar la que creí sería una de aquellas fábulas.
Decía la noticia, perdida en las páginas de Internacional de algún periódico, que se había producido otra tragedia en Beluchistán (Pakistán), de la que eran víctimas unas docenas de personas hacinadas en un contenedor que los transportaba como mercancía de inmigración ilegal.
Viajaban en un camión cuyo destino tal vez fuera Irán. Lo cierto era la procedencia: Afganistán. Buscaban seguramente una vida mejor que la que pudiera ofrecerles su tierra, nunca rica y ahora mísera. La guerra, las guerras sucesivas la han empobrecido hasta el límite que Afganistán es hoy el único país no africano entre los 20 más pobres del planeta.
Hacia Afganistán miran ahora los halcones del Pentágono y no parece que Obama vaya a escamotearles la presa, lo que hace fácil deducir el resultado. Desde luego, ese Afganistán que aún en el horrible drama (“Mil soles espléndidos”) el escritor Khaled Hosseini es capaz de mostrarnos tierno, apetecible, capaz de ejercer una atracción que sólo un firme sentido común aparta de un posible destino para un próximo viaje, ese Afganistán parece irremediablemente condenado a ser aún más mísero y por mucho tiempo.
No conozco el país, aunque desde la indescriptible belleza de las montañas de Pakistán me han mostrado el perfil de sus fronteras en el punto en el que confluyen los territorios de India, de China, de Afganistán y Pakistán. Como nuestro Besaide vasco (admítase la broma del paralelismo) en otras dimensiones.
Las razones por las que una persona siente simpatía por un país, por un pueblo, son de lo más variopintas. ¿Por qué me caía bien Afganistán? Porque en este territorio hizo unas de sus principales hazañas uno de mis personajes históricos favorito: Alejandro Magno, en cuyo recuerdo y con su imagen compré unos preciosos gemelos en el Metropolitan de Nueva York y luzco en ocasiones apropiadas con la camisa adecuada. Alejandro Magno hizo accesibles los pasos de la cordillera del Hindu Kush, que sus contemporáneos creían inaccesibles, para invadir Afganistán.
A esa simpatía que apunto contribuyó, posiblemente, que era en un bar llamado Kabul, como la capital afgana, pero situado en la vuelta del Castillo de Pamplona, donde pasé muchas noches bebiendo gin-kas, entonces de MG.
Tengo razones para conocer, en cambio, Pakistán que visité por vez primera en el 80 del pasado siglo. Es, comparativamente, bastante más rico que Afganistán aunque desde nuestra visión occidental no deja de ser pobrísimo; carente de lo más esencial, como es el agua, en muchos núcleos de población. (La fundación Felix Baltistán constituida en memoria del malogrado amigo Felix Iñurrategi ha llevado el agua hasta la población de Machulu, en Baltistán, norte del país, en las montañas)
La imagen de los afganos muertos en el interior del contenedor que los transportaba a lomos de un camión abandonado en el Beluchistan, al sur del país (murieron 46 y rescataron a 50 supervivientes), la noticia que mereció un breve sólo en algunos, no todos, de nuestros periódicos, me hizo pensar en la existencia de quienes huyen de su miseria para alcanzar el sobrante de quien apenas tiene para sobrevivir.
Y vino entonces el recuerdo de la fábula que aprendí de niño, que mentalmente debí reproducir más de una vez pues la recordaba con precisión absoluta.
“Cuentan de un sabio, que un día
tan pobre y mísero estaba,
que sólo se sustentaba
de unas hierbas que cogía.
«¿Habrá otro», entre sí decía,
«más pobre y triste que yo?»
Y cuando el rostro volvió,
halló la respuesta, viendo
que iba otro sabio cogiendo
las hojas que él arrojó”.
Y no me importó que no fuera de Samaniego o de La Fontaine. Se trata de una décima de métrica perfecta de Calderón de la Barca, de “La vida es sueño”, que quizá no es técnicamente una fábula pero es una enseñanza excepcional.
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