jueves, 3 de junio de 2010

INDIA:TIGRE BLANCO

Era primavera, en 1980, cuando pisé por primera y única vez tierra de India, cuando pasé por (Nueva) Delhi, cuando vi tanta miseria que me resultó insoportable. Cuando, seguramente, diría a alguien que nunca volvería. Lo cierto es que no he vuelto.

India era entonces un estado joven, apenas 33 años desde su independencia y ya se le conocía como “la mayor democracia del mundo” atendiendo a su población y al sistema político de que se había dotado. No me pareció nada “democrático” lo que había tenido ocasión de ver durante unas largas horas de noche tórrida por las calles de la capital. Ahorraré al lector la descripción morbosa de cuanto me salió al paso pero la escena, repetida, era más o menos así: se detenía un camión orillado en la calle, del que descendía una persona. Agitaba al ciudadano tumbado en el suelo; si reaccionaba, allí se quedaba; si no lo hacía, una segunda persona bajaba del camión y entre las dos cargaban el muerto en el remolque.

Eran tiempos en los que de India apenas sabíamos más que el crecimiento galopante de su población que apuntaba a lo que hoy está a punto de ser: el país más poblado de la tierra con sus 1.160 millones de habitantes según las últimas estimaciones. Haría falta, sin embargo, más de una década para que se incorporara a la economía de mercado, lo que hizo en 1991 para iniciar un despegue económico al que cuesta imaginar límites y la ha convertido en una de las principales potencias industriales.

Cualquier indicador que se ponga sobre la mesa en relación con India provoca asombro. En ningún lugar hay, por ejemplo, tantos ingenieros, investigadores, doctores o tantos millonarios. Ni tantos pobres, pobrísimos, miserables. Creo que ya no se reproducen en las calles de Delhi aquellas escenas que no he conseguido apartar de mi memoria; por lo menos en el centro de esa ciudad en la que se hacinan más de 20 millones. Aunque sigue habiéndolas en ese otro lugar que los indios denominan la oscuridad, casi cualquier sitio de la India rural, en la que todavía reside la mayor parte de la población.

¿Y qué se me ha perdido en ese país al que seguramente prometí no volver? Como tantas otras veces sucede, la lectura de un libro me ha llevado a interesarme por la geografía humana en la que se desarrolla la historia: “Tigre Blanco”, de Aravind Adiga, un joven escritor indio formado en universidades occidentales.

Mientras disfrutaba de un relato desnudo, irónico, irreverente, he aprendido lo que de otro modo nunca había conseguido saber acerca del orden social en la India. Y he confirmado un temor: el deporte de la corrupción en la esfera política es más universal que el fútbol.

El protagonista de la historia nace en las orillas del Ganges (la oscuridad) en uno de los niveles más bajos de la estratificada sociedad india y consigue llegar a Delhi (la luz) donde alcanzará su liberación. Para ello tiene que observar, filosofar y, también, derramar sangre. Bastante sangre porque lo cierto es que le cuesta dar muerte a su amo para escapar con su maletín repleto de dinero y empezar así una nueva vida como empresario. “Me pasé años buscando la llave, pero la puerta había estado siempre abierta” repite como un mantra el Tigre Blanco, a punto de abrir la jaula y escapar.

Mucho más prosaico que la sugerente novela, pero también con Delhi como escenario: el metro está llegando a la megalópolis para dar un servicio imprescindible. Y lo que parece ser tan importante, para contradecir todos los estereotipos de la India urbana: “está escrupulosamente limpio, impecablemente cuidado y es casi indefectiblemente puntual”, escribe del nuevo metro la corresponsal del “New York Times”. Más detalles para la esperanza en la crónica: “Escupir, un hábito corriente entre los indios del norte, está prohibido. Tampoco está permitido sentarse en el suelo, una costumbre de los habitualmente paupérrimos ferrocarriles de India. Orinar en cualquier sitio, otro desafortunado hábito en un país donde hay más teléfonos móviles que retretes, está asimismo prohibido. Comer y beber también lo están”.

Este fin de semana leía en una de esas revistas para ricos que hacen de escaparate del lujo: “Sólo un destino como India es capaz de transformar a los viajeros (…) peregrinaje iniciático para miles de devotos”. Obviamente, trataban de vender un viaje con promesas como “excursiones a lomos de elefante igual que en El libro de la selva”. Dudo que el resultado sea tan divertido como acompañar al Tigre Blanco en su periplo vital de 300 páginas que recomiendo vivamente.

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