martes, 6 de julio de 2010

GHANA, URUGUAY, IGELDO

La última copa de esa botella de vino especial que bebes a pequeños sorbos, cada vez menores, tratando de evitar lo inevitable: que se acabe. Como con esa copa, el Mundial de fútbol. Sabes que termina pero no quieres. ¿Cómo hacerlo durar? Hoy llega la primera semifinal y a medianoche del domingo el campeonato será historia. Ya sé que un sentimiento de ausencia me acompañará por unos días. Pero no serán muchos; en el horizonte espera la vuelta a la actividad de la Real Sociedad, recuperado el honor perdido. Y los días de verano discurren con otra levedad, más ligeros.
Necesitaba hablar del Mundial sudafricano, sobretodo por una experiencia que viví la noche del pasado viernes. Había visto y disfrutado esa tarde de la victoria de Holanda sobre Brasil. Me había impresionado luego el despliegue físico de Ghana en la primera mitad de su encuentro con Uruguay y la fortaleza mental de los charrúas para seguir enganchados a la vida futbolística. Se hizo tarde y la vida social de los viernes no perdona. Destino, como casi siempre, Buenavista, en Igeldo.
Avanzaba la prórroga que se sentía en el televisor prendido en el bar; en la terraza-comedor era difícil concentrarse en la cena. El volumen de las voces crecía cuando llegó una de las jugadas más fastuosas que he visto en fútbol: la de la carga ghanesa que acaba con remate a bocajarro rechazado con las manos sobre la raya de gol por Luís Suárez, el jugador uruguayo. Era, auténticamente, el último segundo del partido. Ghana falló el lanzamiento del penalti que le hubiera clasificado.
No trato de contar algo que cualquier aficionado conoce de sobra. Si pude ver lo sucedido fue porque abandoné la educación elemental, planté a quienes compartían la cena y me vi ante la tele del bar (no fui el único en hacerlo, pero eso no me exime de culpa). Llegó la tanda de penaltis, que es a donde quería llevar este comentario. En ese momento el bar estaba completamente lleno; las mesas del comedor medio vacías. Se respiraba ambiente de acontecimiento, a medio camino entre lo festivo y lo histórico.
Así discurrieron los penaltis. Miraba a mi alrededor y no daba crédito a lo que estaba viendo con 50 personas más en un bar de Igeldo. Todos expectantes en la resolución de un partido Ghana-Uruguay; como si estuviéramos concernidos. Y no diré que nos importaba, pero aseguro que nos interesaba.
Antes de que empezara el Mundial, en el ya lejano 11 de junio, leí la mejor valoración de lo que este acontecimiento representa: “el único capaz de mantener la atención de 15.000 periodistas durante 30 días seguidos”. Es el fútbol. Esa actividad de la que Bill Shankly dijo que no es una cuestión de vida o muerte; es más serio que eso.
El sábado sufrí el pim-pam-pum alemán a costa de Argentina. Se consumó el desastre que ya habían advertido: la equivocación de bajar a Maradona del póster; de hacerlo humano. Lo de Argentina es la manifestación de que vivir del recuerdo es un mal negocio; que la nostalgia es un error. En el que, desafortunadamente, parecen empeñados en reincidir algunos. Todos los que recibieron “con más gratitud que dolor”, según titular del diario “La Nación”, al equipo en el aeropuerto de Ezeiza. Por esta vez, el Diego estuvo más lúcido que los seguidores y preguntó: ¿qué festejamos?
Pero pienso, al mismo tiempo, que también eso, los miles de personas que quisieron acompañar a la albiceleste son expresión de la grandeza del fútbol. Nosotros en el Buenavista en la tanda de penaltis y la hinchada en Buenos Aires son expresiones complementarias de una pasión común.
Argentina era mi equipo en este Mundial. También en cierto modo lo ha sido España. “El que tenemos más cerca” en reflexión bastante afortunada que he escuchado a algún catalán. Pero hago esta confesión en este blog porque no lo había hecho de palabra; ni siquiera a mis hijos con quienes he compartido algunas horas de competición desde el sofá.
Quería que España llegase a cuartos; por lo menos a cuartos porque de lo contrario me temía una crisis social sobre la crisis económica y de confianza que soportamos. Sufro a veces cierta tendencia a deslizarme por el tobogán del visionario. Y había imaginado que si España se eliminaba antes de ese objetivo habría elecciones generales a la vuelta del verano. No estamos para dispendios y despistes como los que conlleva una convocatoria electoral. Y menos me apetece, aún, el previsible resultado de esas elecciones a día de hoy.

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