Como todos los años desde que Donostia recuperó el espectáculo de los toros tras un cuarto de siglo sin coso taurino, durante nuestra Semana Grande he frecuentado la plaza. En las fechas precedentes he seguido con mayor interés las crónicas taurinas y durante nuestras fiestas he leído cada mañana los comentarios de los críticos. No sólo de un periódico; de dos o tres diferentes.
A lo largo de estos años he advertido, es cierto, una reducción progresiva de interés por el espectáculo. No por ello ha crecido en la misma proporción, no me lo ha parecido al menos en mi entorno más próximo, la posición contraria a las corridas de toros. Nunca han faltado los opositores: un compañero de trabajo me interrogaba invariablemente todos los días por el festejo de la tarde anterior; ¿cuántos muertos?, preguntaba y sin esperar la respuesta volvía a preguntar: ¿y todos del mismo bando?
El espectáculo en su conjunto me gusta mucho más de lo que me disgustan algunos de sus componentes. No se entendería de otro modo la fidelidad de más de una década a la feria de mi ciudad o la asistencia esporádica a corridas en las plazas de Madrid, Sevilla, Pamplona, Bilbao, Vitoria, Valencia, Zaragoza… Pongo por delante que no por ello soy un conocedor de la fiesta taurina aunque siempre leí con devoción a Joaquín Vidal; apenas soy un espectador.
Más torerista que torista, sin embargo el toro de lidia me gusta como pocos animales no humanos y he disfrutado de su visión, más o menos furtiva, en dehesas de Salamanca y de Cádiz. El toro y el (mal)trato que algunos humanos le infligimos (por acción o por consentimiento como creo sería mi caso) ha estado en el eje de una muy interesante polémica que ha ocupado las principales tribunas de opinión de los periódicos y numerosas cartas de los lectores.
El detonante de la polémica se encuentra en la decisión del Parlament de Catalunya de prohibir las corridas de toros en territorio catalán a partir de 2012. El nivel de los argumentos esgrimidos (siempre hay desafortunadas excepciones) ha sido muy alto, salvo cuando se han deslizado por el tobogán identitario desde diferentes posiciones nacionalistas: unos que pretenden declarar el espectáculo como bien cultural; otros que lo asocian a la más rancia españolidad.
Me ha interesado sobre todo el contraste de derechos (y deberes). ¿Puede el animal ser sujeto de derechos? ¿Que los humanos tengamos deberes y obligaciones para con los animales, otorga a estos la titularidad de esos derechos? Los derechos, si los hay, ¿son los mismos para ratones, gatos o los grandes mamíferos?
Otro notable aspecto de la polémica ha tenido que ver con el arte que supuestamente se contiene en el espectáculo taurino. Hay quien lo niega radicalmente (una pintada en la propia plaza decía “si el toreo es arte, el canibalismo es gastronomía”) aunque en el campo intelectual creo que son más los grandes escritores y pensadores que lo han reconocido y proclamado. Pero, aun aceptando el componente artístico, ¿sería el arte un bien suficiente como para pasar por alto el sufrimiento indudable del toro en la corrida?
Alrededor de la polémica han sido centenares las citas cultas que se han esgrimido. Tuve la fortuna de conocer personalmente en los años 80 a José Bergamín cuando, huyendo de Madrid, se exilió en Euskadi y le escuché algunas declaraciones de amor a la fiesta de los toros tan hermosas como las que se contienen en “La música callada del toreo” donde el escritor la define como “la revelación maravillosa de una belleza viva que es la del arte de torear mismo”.
Una visión que no parece compartir Miguel Hernández, de cuyo nacimiento en octubre van a cumplirse 100 años: “Como el toro he nacido para el luto y el dolor, como el toro estoy marcado”, escribe en “El rayo que no cesa”. Y más allá, como parece sugerir mi compañero de trabajo, en “Perito en lunas” hace decir al toro, dirigiéndose al torero: “¡A la gloria! si yo antes no os ancoro
-golfo de arena- en mis bigotes de oro”.
Nunca había visto al toro de lidia como un mamífero superior. La polémica taurina me ha hecho pensar. Me tiene pensando.
A lo largo de estos años he advertido, es cierto, una reducción progresiva de interés por el espectáculo. No por ello ha crecido en la misma proporción, no me lo ha parecido al menos en mi entorno más próximo, la posición contraria a las corridas de toros. Nunca han faltado los opositores: un compañero de trabajo me interrogaba invariablemente todos los días por el festejo de la tarde anterior; ¿cuántos muertos?, preguntaba y sin esperar la respuesta volvía a preguntar: ¿y todos del mismo bando?
El espectáculo en su conjunto me gusta mucho más de lo que me disgustan algunos de sus componentes. No se entendería de otro modo la fidelidad de más de una década a la feria de mi ciudad o la asistencia esporádica a corridas en las plazas de Madrid, Sevilla, Pamplona, Bilbao, Vitoria, Valencia, Zaragoza… Pongo por delante que no por ello soy un conocedor de la fiesta taurina aunque siempre leí con devoción a Joaquín Vidal; apenas soy un espectador.
Más torerista que torista, sin embargo el toro de lidia me gusta como pocos animales no humanos y he disfrutado de su visión, más o menos furtiva, en dehesas de Salamanca y de Cádiz. El toro y el (mal)trato que algunos humanos le infligimos (por acción o por consentimiento como creo sería mi caso) ha estado en el eje de una muy interesante polémica que ha ocupado las principales tribunas de opinión de los periódicos y numerosas cartas de los lectores.
El detonante de la polémica se encuentra en la decisión del Parlament de Catalunya de prohibir las corridas de toros en territorio catalán a partir de 2012. El nivel de los argumentos esgrimidos (siempre hay desafortunadas excepciones) ha sido muy alto, salvo cuando se han deslizado por el tobogán identitario desde diferentes posiciones nacionalistas: unos que pretenden declarar el espectáculo como bien cultural; otros que lo asocian a la más rancia españolidad.
Me ha interesado sobre todo el contraste de derechos (y deberes). ¿Puede el animal ser sujeto de derechos? ¿Que los humanos tengamos deberes y obligaciones para con los animales, otorga a estos la titularidad de esos derechos? Los derechos, si los hay, ¿son los mismos para ratones, gatos o los grandes mamíferos?
Otro notable aspecto de la polémica ha tenido que ver con el arte que supuestamente se contiene en el espectáculo taurino. Hay quien lo niega radicalmente (una pintada en la propia plaza decía “si el toreo es arte, el canibalismo es gastronomía”) aunque en el campo intelectual creo que son más los grandes escritores y pensadores que lo han reconocido y proclamado. Pero, aun aceptando el componente artístico, ¿sería el arte un bien suficiente como para pasar por alto el sufrimiento indudable del toro en la corrida?
Alrededor de la polémica han sido centenares las citas cultas que se han esgrimido. Tuve la fortuna de conocer personalmente en los años 80 a José Bergamín cuando, huyendo de Madrid, se exilió en Euskadi y le escuché algunas declaraciones de amor a la fiesta de los toros tan hermosas como las que se contienen en “La música callada del toreo” donde el escritor la define como “la revelación maravillosa de una belleza viva que es la del arte de torear mismo”.
Una visión que no parece compartir Miguel Hernández, de cuyo nacimiento en octubre van a cumplirse 100 años: “Como el toro he nacido para el luto y el dolor, como el toro estoy marcado”, escribe en “El rayo que no cesa”. Y más allá, como parece sugerir mi compañero de trabajo, en “Perito en lunas” hace decir al toro, dirigiéndose al torero: “¡A la gloria! si yo antes no os ancoro
-golfo de arena- en mis bigotes de oro”.
Nunca había visto al toro de lidia como un mamífero superior. La polémica taurina me ha hecho pensar. Me tiene pensando.
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