miércoles, 27 de octubre de 2010

EL FIN DE LA INTIMIDAD

Orwell predijo en su “1984” el Gran Hermano que nos vigilaría: la vigilancia que se hace con la vida y el pensamiento, que arrebata la intimidad de las personas. La predicción causó alarma en las sociedades democráticas avanzadas que no imaginaban una amenaza así de la ciencia y la tecnología. En quienes sufríamos la opresión del totalitarismo (y casi nada sabíamos de avances tecnológicos), la dictadura del Gran Hermano apenas nos provocó algún recelo, alguna desconfianza.

¿Acertó Orwell? Tal vez sí, parcialmente. Pero él ni siquiera hubiera imaginado una situación como la que vivimos: la de la exposición desnuda, sin reservas, aparentemente libre y voluntaria de los individuos, uno a uno; la existencia de éstas que llamamos redes sociales.

Yo mismo soy un participante pasivo (¿es esta descripción: participante pasivo un oximoron?) de esas redes sociales en las que estoy sin estar. Quizás sean reminiscencias de aquel tiempo de la dictadura en la que vivimos una cultura de la discreción, de la cautela; no lo sé. Ni siquiera un diario, por si acaso.

Hace unas semanas conocí una reflexión que el CEO de Google había hecho en agosto pasado al Wall Street Journal, de la que se hacía eco el ensayista Ernesto Hernández en El País: “los jóvenes que hoy hacen un intenso uso de las redes sociales podrían un día no muy lejano exigir el derecho a cambiar sus nombres para escapar de su pasado en Internet”. Me impactó tanto como me inquietó.

Las redes sociales, en el uso que le vienen dando muchísimos de sus usuarios representan el fin de la intimidad; no hay en ellas recato posible. Javier Marías, ese gran novelista y a veces acertado columnista de prensa califica a las redes sociales de “red de pardillos”. “Cuanto acaso habrían negado o callado de ser interrogados por un juez o por la policía, o por sus propios padres si se trata de adolescentes, lo cascan gratis para que todo el mundo se entere, sólo por vanidad y para que se les haga caso”, escribía recientemente.

Hace unos años nos contaban historias, cuando menos curiosas, de técnicas de contratación en los EE.UU. Si una empresa de Nueva York valoraba la contratación de una persona residente en Chicago, le enviaba un billete de avión para que viajara a reunirse en la sede de la compañía. Lo que esa persona ignoraba era que desde el momento del embarque alguien seguía sus pasos, que su compañero de asiento evaluaba cada uno de sus gestos. La entrevista en Nueva York se convertía en apenas un trámite.

Ese despliegue es hoy del todo innecesario. Cualquiera puede utilizar todo lo que decimos en las redes de nosotros mismos. Y se utiliza, sobre todo, en el ámbito laboral. Una encuesta del año pasado entre empresarios estadounidenses que recoge el libro The Facebook Effect revela que una de cada tres empresas rechazó solicitudes de empleo por informaciones aparecidas en las redes sociales. Algo similar se ha conocido en Alemania y sin duda se practica en muchos otros lugares; en todas partes. Y no sólo por empresas; también por gobiernos y seguramente por otros colectivos aún menos deseables que los gobiernos y sus ramificaciones.
Vivimos un tiempo del todo vale en la pérdida de la intimidad, un sarampión exhibicionista que no creo pueda durar. He leído estos días la interesante novela de Jed Mercurio “Un adúltero americano”, que escenifica (en un retrato descarnado pero con un fondo de simpatía a la figura de J. F. Kennedy, un adicto al sexo) el fin del respeto de los medios de comunicación hacia la vida privada de las personas, incluidos los políticos.

La tolerancia de la prensa, todavía en los primeros años 60, facilitaba la impunidad en cierto tipo de conductas. La revelación del Caso Profumo en Gran Bretaña, que se llevó por delante al primer ministro Mc Millan representó el fin de la impunidad, incluso para Kennedy si nos atenemos a lo que revela la novela citada; y representa al mismo tiempo el comienzo de una carrera por acabar con la privacidad. Una carrera a la que las redes sociales ponen hoy, con la apariencia de los actos libres, la línea de meta, la guinda jamás soñada.

No sé cuantos de los lectores de este blog conocen, han oído hablar de Luis Miguel Dominguín, el torero. Tampoco sé cuantos son los que tienen en su memoria a la actriz Ava Gardner. Si en su tiempo hubiesen existido facebook y twitter, el torero no habría necesitado dejar sola en la habitación del hotel a la actriz para correr a contar a sus amigos que se había acostado con Ava.


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