He
seguido con discreto interés la aventura judicial de Iñaki Urdangarín; desde
que intuí la dimensión que el asunto adquiriría, allá por los primeros días del
pasado diciembre, hasta su larga comparecencia ante el juez del fin de semana.
Y lo que está por venir.
En La
Zarzuela calificaron su comportamiento de “poco ejemplar”. Con ese punto de
partida los epítetos han ido engrosando su trazo y aunque sin mucho fundamento
ha resurgido la disyuntiva república-monarquía. No veo a la sociedad en condiciones
de debatir con el rigor y la madurez necesarios este dilema.
Vaya por
delante: el comportamiento que se le atribuye a Urdangarín es escandaloso, es
desvergonzado e inmoral. Poco importa que las fechorías hayan contado con la
complicidad imprescindible de administraciones corruptas, porque cualquier
persona mínimamente informada sabe de la deshonestidad de los gobiernos de Matas
(en Mallorca) o de Camps (en Valencia).
De este
asunto es del que se habla. Y no tanto de la perversión que se contiene en otro
escándalo que tiene ya asiento en los juzgados por el que estoy absolutamente
indignado. Lamento la pérdida del valor, por el abuso, del adjetivo indignado;
pero mi cabreo es superlativo.
Se trata
de la detención, en Valencia (¡qué horrible casualidad!, en Valencia) de los
integrantes de una trama corrupta que saqueaba las subvenciones a la
cooperación internacional que otorgaba la Generalitat Valenciana. El importe
del fraude se estima en nueve millones de euros. Por encima de la cifra
estafada está la calidad del desfalco. ¡Hay que ser canalla, granuja, para
enriquecerse a costa de la magra ayuda que las sociedades desarrolladas
destinamos a los desheredados!
Solo un
ejemplo: dos proyectos de cooperación para facilitar agua potable y mejorar
cultivos en Nicaragua estaban subvencionados con más de 833.000 euros, de los
que al país centroamericano solo llegaron 43.000 euros. Los corruptos se
quedaban con el resto y lo gastaban, como parece ser el caso, en inmuebles con
garaje. De facturas falsas, como en el caso Urdangarín, el expediente está
repleto.
Y si
todo esto fuera poco, llega el decomiso del fastuoso palacio en París del hijo
del dictador de Guinea Ecuatorial Teodoro Obiang, un país en el que pese a la
riqueza que le proporciona la producción de petróleo, el 80% de la población
sobrevive con menos de un dólar diario. Se acaban los calificativos para el
personaje, llamado Teodorín, ministro de Agricultura y Bosques en su país, que
es la finca familiar.
El
decomiso se llevó tres contenedores con 200 metros cúbicos de objetos y bienes
valorados en 40 millones de € distribuidos en los seis pisos y 101 habitaciones
del palacio, próximo al Arco del Triunfo, cuyo valor de mercado es de 500
millones de €. La incautación la han ordenado los jueces que consideran que
Teodorín lo adquirió con fondos públicos desviados ilegalmente.
Y
entonces he recordado a Reyes. Reyes era una niña ecuato-guineana a la que mi
buen amigo Jokin y Arantxa, su mujer, trajeron a Donostia para ser operada de
una malformación en las articulaciones que le impedía caminar. La intervención
fue un éxito y aquel verano Reyes se movía autónomamente y al andar reía y
reía. Desde la puerta del Urola su risa iluminaba toda la calle Fermín Calbetón,
en la Parte Vieja.
Fue allí
donde se prendó de las sandalias color pistacho que llevaba Cristina, de las
que no podía apartar la vista. Se las probó una y otra vez, le venían muy
grandes y no cedió hasta recibir la promesa de que se las regalaría cuando
fuera más mayor. Y apenas fue más mayor.
En
invierno volvió a Guinea (si fuera por ella no hubiera vuelto, claro que no),
contrajo la malaria y murió. Cuando Jokin lo supo y nos lo contó con el dolor
de quien pierde a un ser muy querido, me juré que un día iría a Malabo y en la
tumba de Reyes dejaría las sandalias pistacho. Es otra de las muchas promesas
que he incumplido.
La
malaria está indisolublemente unida al África subsahariana, a la infancia y a
la pobreza extrema. La riqueza obscena de Teodorín y la que no ha aflorado,
aunque se conoce, de sus familiares, serían bastante para sacar de la
indigencia a toda la población (apenas un millón de habitantes) de Guinea Ecuatorial.
La
reflexión puede haber quedado un poco demagógica. Espero que se disculpe porque
he empezado en los aledaños de la monarquía y acabo en Reyes; no parece un
despropósito tan grande.
Kaixo Xabier:
ResponderEliminarMila, mila, milioika esker zure "Reyes" idatziagatik.
Agur bero bat.- Jokin eta Arantza.-
Xabier:
ResponderEliminarMagnífico alegato anticorrupción. En cuanto a tu alusión a REYES su contenido me ha provocado una ligera humedad lacrimal difícl de controlar.
Gracias por tu aportación.
Saludos