miércoles, 30 de mayo de 2012

NO ES CIENCIA FICCIÓN

Pienso en Friends la serie televisiva que ya he recordado aquí alguna otra vez y aún se me escapa, irrefrenable, la sonrisa. Se me ocurre que reponerla ahora sería una contribución a paliar la sombra de pesimismo que encontramos por todas las esquinas: cómo no ser pesimista cuando hoy mismo sabemos que el agujero que ha hecho Bankia, el banco insignia del PP, representa tanto como la capitalización bursátil del BBVA; que los 23.000 millones de euros que Bankia ha pedido y al parecer van a darle sin que medie explicación pública son la mitad del socavón que produjo la quiebra de Lehman Brothers ¿recuerdan, el banco de inversión estadounidense?, detonante de la brutal crisis económica que desde 2007 sufrimos en Occidente.

Para mí Friends, sobre todo cuando se emitía la noche de los domingos y especialmente los domingos en los que el resultado de la Real no había sido bueno, era el mejor bálsamo; el modo de acostarme optimista y afrontar, feliz, la transición al tantas veces temido lunes.

Pero no era esta función paliativa el motivo de sacar a colación mi admirada serie. Hay una escena de Friends que he revivido recientemente al hilo de una noticia que pone en valor los avances que la investigación tecnológica hace posibles y que, pienso, no ha alcanzado la relevancia informativa que merece. La escena televisiva la protagoniza Phoebe, sentada en el sofá, la mirada fija en la mesa de centro, cuando entra en la habitación Rachel que le pregunta que qué hace.

Responde Phoebe: trato de mover ese lápiz que está sobre la mesa con el poder de mi mente. Rachel se aproxima, coge el lápiz y le pregunta: ¿este?. Lo conseguí, lo conseguí, grita la primera loca de contenta. En fin, lamento mi torpeza al relatar la escena que, créanme, inevitablemente me hace sonreir.

Ese de mover objetos con la mente es un clásico de los cuentos pseudocientíficos. Hoy es una realidad en dos personas tetrapléjicas, mudas, sin forma de comunicación exterior, que tras un largo entrenamiento han conseguido que su pensamiento mueva un brazo robótico que coge un vaso, se lo lleva a la boca y les permite beber. La conexión cerebro-máquina ha dejado de ser ciencia ficción, en la misma medida en que la llegada del hombre a la Luna desvirtuó el ejemplo de condición imposible del Derecho Romano: “si tocares la Luna con la mano, te daré seis millones de sestercios”.

Este hallazgo de los investigadores de la Universidad de Brown sí que es una invitación al optimismo, a ver con otra mirada ese futuro que no creíamos pudiera ensombrecerse del modo en el que lo ha hecho. Celebremos la llegada de la tecnología punta que representan los brazos robóticos que han operado una parte del milagro. Celebremos también el impresionante avance de un pequeño implante de 100 electrodos del grosor de un cabello en la parte del cerebro que manda las señales a los músculos para mover el cuerpo.

Una noticia así es, también, una invitación a la demagogia en este tiempo de recortes brutales a la investigación científica, a la educación en su conjunto. Más aún en la comparación con el trato que simultáneamente se dispensa a la ruina bancaria. Pero evito la fácil trampa y vuelvo a las series de televisión, una de mis pequeñas adicciones.

Ha regresado Mad men, otra serie llamada a ser un clásico atemporal y que continúa siendo fuente inagotable de tendencias. Ha vuelto en su quinta temporada con la misma fuerza con la que despidió las anteriores y dos hermosos guiños al cine en sus dos primeros capítulos: a Pulp fiction en el primero, a Nueve semanas y media en el segundo. ¿Hay alguien que aún permanezca por completo ausente de la serie?

Y termino con un lamento: la falta de continuidad de Luck, la serie más elegante que recuerdo y he admirado sin límite cuando he visto por segunda vez su primera y única temporada. Es difícil encontrar animal más bello que el caballo ni estampa más estética que su galope en carrera. Luck me ha hecho añorar los años que tanto me apasionaron los caballos.





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