Bastan unos días, no es necesario que pasen muchas semanas para comprobar, una vez más, que incumpliremos los propósitos con los que nos asomamos al nuevo año.
Aquellos planes, aquellas intenciones que tan seriamente nos planteábamos (y de las que imprudentemente, en ocasiones, hacemos partícipes a nuestros próximos) se aparcan hasta que otro fin de año pasan a engrosar la nueva relación de propósitos a no cumplir.
Bueno, esta es, más o menos, mi experiencia. Hace ya más de tres décadas que dejé de fumar y dos decenios que me apunté al gimnasio. No he vuelto a fumar y no he dejado de ir al gym. No puedo recurrir, por tanto, a dos de las promesas tópicas y tengo que inventarme retos. Para no alcanzarlos.
De cuantos me propuse a la llegada de 2013 solo mantengo uno: insignificante o, aún peor, ridículo. Pero lo cuento.
Harto ya de leer y escuchar, también de escribir y decir sin parar durante cinco años una palabra, esa que según la RAE describe una situación dificultosa o complicada; que sirve también para describir una “mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales” (y económicos, añadiríamos hoy), decidí no volver a usarla.
Cinco años de uso intensivo es mucho, demasiado tiempo, sobre todo cuando se convierte en voz comodín que a todo sirve, venga o no a cuento. Y aunque no puedo evitar seguir escuchándola y leyéndola, no la he dicho ni escrito una sola vez, en ninguna circunstancia, en estos treinta días.
Y es que, del mismo modo y en la misma proporción en que las expectativas de negocio alientan el negocio, la invocación reiterada de esa situación que no quiero nombrar profundiza en las dificultades, en los apuros, en los peligros, en los riesgos…; en todas esas voces que vienen a significar lo mismo o parecido a esa de origen griego que he decidido marginar de mi vocabulario.
Es, de momento, el único éxito (insignificante, ridículo, repito y admito) que puedo exhibir al cierre de enero de 2013. La situación continúa siendo la que es, lamentable y sin visos de revertir. Sigue faltando el impulso político que tantas veces hemos reclamado. La necesidad de reactivación económica es urgente porque amenaza la desesperanza. Y se sabe que a la desesperanza suceden el desvalimiento y el abandono.
Lamento no poder atribuir, como es de justicia hacer, pues a pesar de haberme empeñado no encuentro la fuente, la reflexión a su autor, pero es la más certera de cuantas he leído en el nuevo año: “Ceder al fatalismo es retroceder en libertad”. Ceder en libertad es un precio demasiado alto que no debemos estar dispuestos a pagar.
Entiendo que en la situación en que nos está tocando vivir no hay lugar para el optimismo y pienso también que hay una sobeexplotación del campo del pesimismo. La pregunta es: ¿hay que situarse en uno u otro campo? ¿representar un papel o el opuesto? Me quedo con la sabia sentencia de W.G. Ward: “El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas”. Seamos realistas.
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