jueves, 9 de mayo de 2013

BERLÍN

El peso de la historia se manifiesta hasta hacerse irresistible en algunos de los lugares a los que a veces viajamos. Sucede al visitar Roma, Atenas, en Egipto… Pero es un peso diferente al que sientes en Hiroshima, por ejemplo (hablaba en este blog de la ciudad mártir a finales del año pasado), o al que he sentido al conocer Berlín. Sobre todo aquí, en Berlín, donde la contemporaneidad me ha pesado casi al límite.
 
Es mi tiempo el de la construcción (1961) del muro berlinés y más aún el de la destrucción (1989). El muro y cuanto representa es hoy mucho más que la hermosa puerta de Brandeburgo, el icono de la ciudad. Y todas las referencias al Berlín dividido, a los puentes de intercambio de espías y “check points” condicionan la percepción de esta ciudad-estado mitificada tal vez a su pesar.
 
Después del relativamente lejano 61 del pasado siglo, el año del doloroso levantamiento del muro (“de la vergüenza” lo calificaba la prensa de entonces) se han producido muchos infortunios; suficientes en cualquier caso como para mitigar aquel dolor.
 
El más próximo año 89 dio al derrumbamiento del muro un carácter más festivo, más celebrado; tal vez dura aún porque después de aquel noviembre no hayan abundado los motivos para la alegría y eso explicaría su conmemoración permanente.
 
Digo todo esto para insistir en una percepción: Berlín es una referencia estable al episodio más trágico en la historia de la Humanidad y a sus secuelas. Adicionalmente, para el visitante, Berlín es una grúa, es una obra; que sortean los nueve millones de turistas que recibe cada año.
 
No es ciudad monumental al estilo de las otras grandes urbes europeas; ni siquiera es (muy) bonita. Tiene el ambiente que le dan los miles de estudiantes que llenan sus calles hasta ahogarlas y la incesante actividad cultural que también hasta la asfixia programa. Pero los berlineses parecen pocos, desmintiendo un censo multimillonario; no comparecen. Quizá por evitar los malos olores que atacan e cualquiera de los miles de pobladas terrazas de sus bares y comedores.
 
En Berlín es imprescindible visitar su museo de Pergamo y el vecino Neues Museum. Es altamente recomendable llegar hasta la vecina ciudad de Potsdam en su eficiente sistema de transporte público. Hay también jardines por los que pasear obligadamente y hasta zoológicos que merece la pena conocer.
 
Pero me quedo con la visita a la cúpula del Reichstag, un paseo formidable por una hermosa arquitectura de vanguardia, una atalaya inmejorable desde la que admirar Berlín y, sobre todo, recibir una lección de democracia participativa que pone en valor la comunicación. Recomendaría a todo el que viajara a la capital de Alemania que hiciese este “tour” gratuito, atento a las explicaciones de la audioguía.
 
Hace ahora 10 años del estreno de la película Good bye, Lenin! que tanto me divirtió entonces: una mujer berlinesa de la RDA ferviente comunista, entra en un coma en octubre del 89, del que despierta ocho meses después. El muro ha caído; el capitalismo ha triunfado en su país. Para evitar el disgusto de su madre, el hijo se dedica a emitir falsos telediarios y a inventar historias con las que explicar situaciones como la retirada de una estatua de Lenin o la aparición de una valla de Cocacola frente a su ventana.
 
Ahora, al visitar Berlín, creo haber entendido mucho mejor aquella película que inicialmente tomé poco más que como una crítica a la parafernalia socialista y el materialismo capitalista. Good bye, Lenin! es imprescindible para quien vaya a viajar a Berlín; necesaria, aun con efecto retroactivo, para quienes la hayan visitado ya.


 

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