Los
sinónimos que sugiere el concepto de vergüenza son casi interminables. Cuando
decimos vergüenza podríamos o quisiéramos decir deshonra, abyección, infamia,
obscenidad, indecencia…; también humillación, escándalo…
Cada uno
de ellos, todos sumados, los hemos sentido sin interrupción en algún momento de
este mes de octubre alrededor de las tragedias sucesivas que han tenido por
escenario la pequeña isla de Lampedusa y las aguas que la rodean. Lampedusa y
los centenares de cadáveres de los desafortunados que buscaban, quizá
solamente, una vida mejor en la Europa idealizada. El mismo destino de los
muchos miles que les precedieron en la travesía y en la desdicha.
He
dejado pasar las semanas sin escribir acerca de estos sucesos que me han hecho
sentir esa indignación light de la que somos capaces desde la comodidad en la
que estamos instalados. Más que nada, por no repetirme y volver a recordar a
Kafka y su “ayer por la mañana los alemanes invadieron Polonia; por la tarde
fui a nadar”. Pero parece inevitable hacerlo.
Con las
sobrecogedoras imágenes que llegaban de Lampedusa aún muy frescas, el jueves 3
de octubre fui a cenar con los amigos. Todos habían visto las mismas o
similares imágenes; a todos nos habían impresionado; todos nos sentíamos escandalizados.
La cena estuvo muy bien. La comida, espléndida; los vinos, imponentes; la
sobremesa, amigable. Nadamos en copas.
Pero
alguna reflexión era obligada. Aunque no sea original, que las que tomo
prestadas suelen ser mucho mejores. Comparto la que hacía un lector de “La
Vanguardia”, que copio: “Europa, tras siglos de despojarlos de su cultura
propia, de sus recursos materiales y humanos y de inyectarles la fiebre
perniciosa del consumismo, ahora quiere vivir como una fortaleza inexpugnable,
mientras fuera millones de seres humanos se enfrentan al hambre y la
desesperación que nosotros hemos creado”. A esa Europa, a nuestra Europa es a
la que exigimos soluciones.
Pero
participo sobre todo del profundo análisis que el escritor Rafael Argullol,
autor precisamente de una novela que lleva por título Lampedusa, hacía en “El
País”: “Cuando se apacigüe esta tragedia se apaciguará también nuestra
conciencia, a la espera de otra nueva que nos impulse, otra vez, a indagar en
la neblinosa cadena de las responsabilidades. ¿Quién es el responsable de ese
grito de dolor?”. Argullol pregunta y responde.
“Sin
duda, los dictadores y explotadores del Cuerno de África, con su militarismo y
fanatismo religioso; sin duda, también, los traficantes de hombre, seres sin escrúpulos
dispuestos al crimen por dinero; obviamente hay que incluir a los cobardes
capitanes que embarcan y abandonan a los inmigrantes en los puertos libios. ¿Y
qué decir de los policías que llegan siempre tarde a las tareas de salvación?
¿Podemos excluir a los políticos italianos (…) a los políticos europeos,
siempre incapaces de tomar decisiones mientras se acusan entre sí?”.
Termino
la larga cita hablando de mí, seguramente también de ti, lector: “¿No tendrán
alguna intervención, aunque sea indirecta, estos indiferentes espectadores que,
bien repantingados en sus butacas, contemplan con apatía un nuevo desfile de
horror en las pantallas? Puede que sí. Junto a los que no vamos a hacer nada
hasta la próxima catástrofe porque nos decimos, tranquilizadoramente, que nada
podemos hacer. Mientras se oye el grito de los que vindican justicia, la cadena
de responsabilidades no tiene fin"
Esos
gritos que exigen justicia apenas se dejaron oír ayer mismo en el lamentable
“funeral de Estado” celebrado sin ataúdes ni supervivientes a 200 kilómetros de
Lampedusa. Aciertan quienes lo han calificado de “farsa de Estado”, de mero
trámite al que a la vergüenza se ha sumado la indignidad.
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