miércoles, 26 de marzo de 2014

NEW YORK, ENTRE PROUST Y MANOLITO

Mi magdalena de Proust no es comestible aunque sea una manzana; una gran manzana. Tampoco me remite a la niñez, lo hace a una temprana juventud. Así y todo, el poder evocador que para mí tiene New York no lo creo inferior al de la magdalena. New York activa todos mis sentidos y muchos recuerdos.

Siempre está bien volver y este marzo ha estado muy bien. Por las novedades, que nunca faltan y por los clásicos, que se mantienen en una forma espléndida. 

Sigue siendo ese mundo en pequeño que descubrí en 1970. Y Times Square la hoguera cuyo resplandor alumbra al mundo entero. Este año lo he frecuentado más asiduamente que nunca y el asombro de cada día ha superado al anterior. El frenesí del ir y venir de la gente, la propuesta inabarcable de musicales, teatros, cines y cabarets, el escaparate de los prodigios que procuran actores disfrazados y a cara descubierta, la omnipresencia policial como parte del paisaje y, por encima de todo, la explosión de luz en las pantallas de neón que no descansan para hacer rigurosamente cierta la calificación de ciudad que nunca duerme. 

Aunque creo conocer bien la ciudad (presumo de ello, por lo menos) no sería un buen guía por lo que me abstendré de jugar a hacer precisamente de eso, de guía. Alguna vez que he aconsejado a amigos, a su regreso la valoración ha sido siempre igual: “muy interesante, pero ¿querías matarnos?”. 

Sigo pensando que lo primero que se espera del viajero que hace su visita iniciática a New York es que, sea cual sea su lugar de residencia en la ciudad, debe tomar un metro (razonablemente limpio, extraordinariamente eficiente) y llegarse al extremo sur de Manhattan, salir a la superficie, localizar la avenida de Broadway y encaminarse al norte, atento a todo lo que va dejando a su paso, al este y al oeste. Y así, calle a calle, subir hasta, por lo menos, el Lincoln Center, allá por la 70 W. 

No hace falta, seguramente, enumerar los prodigios que el viajero va a encontrarse y las ganas irresistibles de deshacer lo andado, hasta volver al lugar de encuentro de East y Hudson, los dos ríos que bañan las orillas de Manhattan. Aunque puede que el cansancio le invite a posponerlo hasta otro día. Admitido. No quiero matar a nadie y menos a los amigos. 

La arquitectura neoyorquina presenta unas interesantes novedades, como el edificio residencial de Gehry desafiando a mi amado Woolworth; como el nuevo museo de Bowery St. En el que creo advertir un homenaje a las derribadas torres gemelas; como el desafiante pepino que ocupa una buena parte de la “zona cero”. 

Sin que sea contradictorio con la explosión lumínica de Times Sq., New York es cada vez más sus barrios. Permeables, sin lindes ni fronteras entre ellos, hay que dejarse perder por sus calles; las del Village, de Tribeca, de SoHo, de NoHo, de Nolita. O de Chelsea y su espectacular mercado. 

Precisamente es en un extremo de Chelsea donde surge la principal manifestación de una ciudad que se reinventa cada poco. Se llama la “high line”, un parque que corre avenida arriba a la altura de un tercer piso. Arranca hacia la calle 14, junto a la orilla del Hudson y ha llegado ya a la calle 30. En una próxima visita espero encontrar el parque más allá de la 50. Es cosa de que lleguen fondos para proseguir. 

Y los fondos acaban llegando. Como al profundamente rehabilitado Lincoln Center y a su buque insignia, el Met. Por vez primera acudí a la representación de una ópera en el Metropolitan: Werther, de Massenet. Que nadie se asuste, pues no hablaré de música; me limitaré a la impresión que produce el marco, un Met abarrotado; al espectáculo del público que llena el palacio (accedí a la sala a la vez que Vargas Llosa, por ejemplo); y termino con una breve mención a un joven tenor, Jonas Kaufman en el papel de Werther, recibido con “bravos” en escena. 

Pero quería hablar de fondos, de aportaciones. Cuenta el Met el resultado de su campaña para conseguir recursos con los que abordar su modernización y menciona a sus principales donantes. La familia Ziff (de la que nunca había oído hablar; ahora ya sí, Internet me lo cuenta) donó 50 millones de dólares. Una pareja, de nombre para mí también desconocido, 30 millones; la misma cantidad que un donante anónimo. Y encuentro en la relación varios anónimos más con donaciones millonarias; más cuantiosas que las del propio ayuntamiento de New York. 

Cuento solo las principales aportaciones hechas públicas por el Met y suman 393 millones de dólares. ¿Alguien recuerda al Manolito de Mafalda, el hijo del tendero? Era, entre los personajes de Quino, mi favorito. Recuerdo, por eso, muchas de sus sentencias: “Oigo nombrar a Rockefeller y se me llenan los bolsillos de envidia”, decía Manolito en una tira. 

Toda mi solidaridad con el personaje. Visto desde esta sociedad en la que vivimos, pegada a una cultura de la subvención y el clientelismo, esos 393 millones también llenan de envidia mis bolsillos. 

Hay mucho espacio en ellos, que se vaciaron en la irresistible oferta comercial en la ciudad que nunca duerme ni deja de comprar y vender. Tampoco deja de comer y, cada vez más, acompañando con vino la comida. Otra de las grandes novedades en el paisaje de la capital del mundo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario