Como si
acabasen de derribar las torres gemelas y la gente huyese de Manhattan, todos
los días, a todas horas, el puente de Brooklyn está abarrotado. De turistas. La
visión de la ciudad desde el puente es, ciertamente, extraordinaria. Igual que
lo ha sido siempre. Y, sin embargo, estaba habitualmente despejado. Miro
fotografías de este mismo siglo en el puente de Brooklyn y apenas hay gente en
él. Hace unas semanas éramos legión.
Contribuye
a ello que Brooklyn está de moda. Hasta el exceso. Todo el mundo habla de
Brooklyn, un poco aburridos seguramente, los que dan pistas y recomendaciones,
de repetir referencias de Manhattan.
Lo
cierto es que hay un consenso sobre la necesidad de ir a Brooklyn. Y,
particularmente, a Williamsburg, su barrio más de moda. Te preguntan también
los amigos cuando vuelves. Y si hay que ir, pues se va.
No soy
un entusiasta, precisamente. Curioso el espectáculo de la multitud de judíos
ultraortodoxos en uno de los extremos de Williamsburg. Y generosa la propuesta
de bares, restaurantes, tiendas y galerías de arte del centro del barrio. Que
no mejora, pienso, la que ofrece cualquiera de los barrios de Manhattan de los
que hablaba el otro día.
Puede
que lo más destacable sea, precisamente, la visión que desde la orilla
brooklyniana del East River se tiene de Manhattan. Y como el “hay que ir”
funciona, una recomendación: hacerlo por la línea L del metro, estación de
Bedford. Se llega también fácil en transbordador. Y para los caminantes, el
puente a atravesar es precisamente el que le da nombre: Williamsburg.
Esa
línea L me sirve también para regresar a Manhattan, al corazón de la capital
del mundo. Y lo primero es, debe serlo siempre, el ejemplar semanal del Time
Out, la Biblia de New York. Para conocer lo último de la gastronomía local; las
novedades en bares y cantinas; lo nuevo en tiendas de ropa, sus ofertas,
rebajas y subastas. Y para quedarte sobrecogido en la inabarcable propuesta
cultural de la ciudad.
New York
tiene nueve grandes museos (ninguno como el Metropolitan, aunque mis
preferencias van por el MOMA donde vi extasiado, por vez primera, el Guernica
de Picasso) e innumerables salas y galerías. En la semana que escuché Werther
en el Met se representaron tres óperas más: La isla encantada, Príncipe Igor y
Wozzek. La música que decimos culta completaba su oferta con las filarmónicas
de Tokio y New York.
Y qué
decir de la otra música, con todas las figuras del jazz en escena y muchas de
las del rock, del pop, del reggae, hip hop, country, latina… ¿Y los teatros? ¿Y
los musicales?
Un mismo
día actúan en Broadway Emma Thompson y Denzel Washington; sigue reponiéndose
Los Miserables y se estrena Rocky. Para entrar a unos y otros, como para
comprar las entradas de última hora, enormes colas. Guardar cola es una de las
actividades preferidas de los neoyorquinos; y si no les gusta, es la que más a
menudo practican.
En la
desbordante oferta que recogen las páginas del Time Out me deslumbró, aun no
gustándome especialmente, la de danza. ¡51 espectáculos de danza en una semana!
Entre estos, los de Nacho Duato, Aki Sasamoto, Eva Yerbabuena, los de danzantes
chinos, brasileños y locales.
En fin,
noto que lo que escribo va pareciéndose más a una declaración de admiración por
New York que a cualquier otra cosa. Cantaba Calamaro: quiero vivir dos veces
para poder olvidarte. Dos vidas son necesarias para disfrutar de la plenitud del
New York cultural de que nos da noticia su biblia.
Un excelente artículo, verdadera visita guiada...
ResponderEliminarUn cordial saludo