La
reciente muerte del gran García Márquez ha originado una explicable explosión
de testimonios, bastantes de ellos buenos, incluso brillantes algunos. No creo
que haya sido excesivo, no al menos en mi caso que aún este domingo leía con
placer un artículo de Félix de Azúa consagrado al Nobel. Pero no insistiré,
lejos de mi intención machacar en una materia en la que tanta gente tan buena
ha puesto su mejor empeño.
Además,
ni siquiera conocí a García Márquez, denominador casi común de cuantos han
escrito y hablado públicamente del escritor colombiano. Apenas fui desde muy
joven un rendido admirador de su obra, deslumbrado por la primera frase de sus Cien años de soledad y por cientos de
otras genialidades con las que iluminó su creación literaria. La de ficción y
la periodística.
La
muerte de García Márquez se produjo en un momento en que yo reflexionaba acerca
del relato y el reportaje. Acababa de leer Bloody
Miami, de Tom Wolfe, maestro del reporterismo que ha hecho otra magistral
incursión en la novela, con los recursos de un larguísimo reportaje que
engancha en la primera página y que solo temes que se acabe.
No
trato, ni mucho menos, de situar a Wolfe en un plano comparable a García
Márquez. Es solo una casualidad, una coincidencia en el tiempo y una
reafirmación de lo difícil, lo intrincado que resulta trazar una frontera entre
algunas novelas y determinado periodismo. Un lugar coincidente en el repaso
hecho estos días a la creación de García Márquez ha sido destacar su origen
como periodista y la atención con la que toda su vida vivió la evolución del
periodismo al que tantas y tan útiles aportaciones hizo.
Impulsor
del nuevo periodismo, líder del reporterismo, el periodista Wolfe se consagró como
novelista con la muy notable Hoguera de
las vanidades. Como antes en New York, vuelve a impresionar ahora con el
retrato descarnado de una sociedad, la que habita Miami, la ciudad en la que
“todos odian a todos”.
El
reportaje es, a pesar de algunos excesos, sobre todo estilísticos (el abuso de
las onomatopeyas como recurso entiendo que puede llegar a cansar), fresco y,
sobre todo, creíble. La expresividad del relato, la precisión de los coloquios
representan perfectamente esa Miami, “la única ciudad del mundo donde una
población venida de otro país, de otra cultura, con otra lengua se ha hecho
dueña de un territorio en solo una generación”.
Me
admira la capacidad de describir de Wolfe, cargante a ratos como parece
obligatorio sean tantos reportajes sociales en determinadas revistas sociales,
salpicado de un toque canalla. Brillantísima la puesta en escena que hace de
las tensiones raciales que se viven en Miami. Desde la minoría blanca
dominadora de la economía que tiende lazos a la mafia rusa también blanca, al
escalón más bajo que representan los inmigrantes haitianos, negros y latinos en
uno.
En
medio, los cubanos: latinos, pero menos, poseedores de un label especial; y los
negros, representados como la aplicación de lo políticamente correcto en una
sociedad que en cada capítulo se manifiesta con mayor vehemencia que es así,
que “todos odian a todos”.
Tom
Wolfe se pregunta si con estos ingredientes se puede cocinar el plato de una
real integración americana. Es interesante el modo en el que refleja la lucha
por el progreso en la escala social por la que transitan sus personajes
centrales: el esforzado, sumiso, del policía Camacho; el muy directo del uso de
su apetecible cuerpo que hace Magdalena; el aborrecible del psiquiatra Norman…
y el muy profesional del periodista Smith en quien es fácil adivinar un alter
ego del autor.
Comprada
como novela, leída como reportaje, lástima que Bloody Miami esté limitada a 700 páginas.

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