lunes, 28 de abril de 2014

MIAMI

 La reciente muerte del gran García Márquez ha originado una explicable explosión de testimonios, bastantes de ellos buenos, incluso brillantes algunos. No creo que haya sido excesivo, no al menos en mi caso que aún este domingo leía con placer un artículo de Félix de Azúa consagrado al Nobel. Pero no insistiré, lejos de mi intención machacar en una materia en la que tanta gente tan buena ha puesto su mejor empeño.

Además, ni siquiera conocí a García Márquez, denominador casi común de cuantos han escrito y hablado públicamente del escritor colombiano. Apenas fui desde muy joven un rendido admirador de su obra, deslumbrado por la primera frase de sus Cien años de soledad y por cientos de otras genialidades con las que iluminó su creación literaria. La de ficción y la periodística.

La muerte de García Márquez se produjo en un momento en que yo reflexionaba acerca del relato y el reportaje. Acababa de leer Bloody Miami, de Tom Wolfe, maestro del reporterismo que ha hecho otra magistral incursión en la novela, con los recursos de un larguísimo reportaje que engancha en la primera página y que solo temes que se acabe.

No trato, ni mucho menos, de situar a Wolfe en un plano comparable a García Márquez. Es solo una casualidad, una coincidencia en el tiempo y una reafirmación de lo difícil, lo intrincado que resulta trazar una frontera entre algunas novelas y determinado periodismo. Un lugar coincidente en el repaso hecho estos días a la creación de García Márquez ha sido destacar su origen como periodista y la atención con la que toda su vida vivió la evolución del periodismo al que tantas y tan útiles aportaciones hizo.

Impulsor del nuevo periodismo, líder del reporterismo, el periodista Wolfe se consagró como novelista con la muy notable Hoguera de las vanidades. Como antes en New York, vuelve a impresionar ahora con el retrato descarnado de una sociedad, la que habita Miami, la ciudad en la que “todos odian a todos”.

El reportaje es, a pesar de algunos excesos, sobre todo estilísticos (el abuso de las onomatopeyas como recurso entiendo que puede llegar a cansar), fresco y, sobre todo, creíble. La expresividad del relato, la precisión de los coloquios representan perfectamente esa Miami, “la única ciudad del mundo donde una población venida de otro país, de otra cultura, con otra lengua se ha hecho dueña de un territorio en solo una generación”.

Me admira la capacidad de describir de Wolfe, cargante a ratos como parece obligatorio sean tantos reportajes sociales en determinadas revistas sociales, salpicado de un toque canalla. Brillantísima la puesta en escena que hace de las tensiones raciales que se viven en Miami. Desde la minoría blanca dominadora de la economía que tiende lazos a la mafia rusa también blanca, al escalón más bajo que representan los inmigrantes haitianos, negros y latinos en uno.

En medio, los cubanos: latinos, pero menos, poseedores de un label especial; y los negros, representados como la aplicación de lo políticamente correcto en una sociedad que en cada capítulo se manifiesta con mayor vehemencia que es así, que “todos odian a todos”.

Tom Wolfe se pregunta si con estos ingredientes se puede cocinar el plato de una real integración americana. Es interesante el modo en el que refleja la lucha por el progreso en la escala social por la que transitan sus personajes centrales: el esforzado, sumiso, del policía Camacho; el muy directo del uso de su apetecible cuerpo que hace Magdalena; el aborrecible del psiquiatra Norman… y el muy profesional del periodista Smith en quien es fácil adivinar un alter ego del autor.


Comprada como novela, leída como reportaje, lástima que Bloody Miami esté limitada a 700 páginas.


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