Tenía una deuda personal y por ello intransferible con el Perú que he querido satisfacer, siquiera en una pequeña parte, este mes de abril. Soy deudor de “La ciudad y los perros” y, sobre todo, de “Conversación en La Catedral”.
Me llevé la pregunta que rondó toda su vida a Zavalita, el periodista protagonista de la Conversación, como quien lleva un amuleto en la bolsa, una foto en la cartera: ¿En qué momento se había jodido el Perú?
Qué tontería tratar de responder.
Ni siquiera fui capaz de encontrar en Lima la huella de La Catedral, que seguramente no existe ya. Ni de asomarme a las páginas de “La Crónica” en la que escribía mi casi homónimo, mi colega tantas veces referido en conversaciones en los salones más refinados que aquella tasca que he frecuentado.
Perú vive una muy notable expansión económica. Bueno, para decir esto no es necesario viajar hasta allá. Pero una vez en el Perú se deja sentir ese empuje. Y es cosa de apenas este siglo, superadas las etapas de sucesivos gobiernos golpistas y otros que, siendo condescendientes, podríamos calificar de exóticos o pintorescos, como los de Alan García y Fujimori.
Perú también transmite estabilidad y sé que decirlo así es mucho afirmar cuando aún es reciente la que debió ser insoportable presión de Sendero Luminoso, los años de plomo protagonizados por el movimiento del que tampoco he conseguido adivinar indicio alguno.
Puede que sea cosa de mi incapacidad de interpretar signos, de observador miope, de curioso indiferente; podría ser que el caparazón de la burbuja en la que he visitado el Perú, más como el turista en que me voy convirtiendo que como el viajero que en otro tiempo traté de ser, fuera demasiado espeso como para dejar filtrarse la realidad. Admito la posibilidad.
Me movía por el Cusco con la relectura caliente de “Lituma en los Andes” (no soy agente literario ni comisionista de Vargas Llosa, solo un admirador de su obra, quizás a mi pesar) con Sendero Luminoso tan presente en la obra que trataba de imaginar el rastro de un símbolo en un trapo rojo expuesto al viento como bandera, en la huella no del todo borrada de una proclama revolucionaria en alguna pared.Nada, ni trapos ni pintadas. Allá por donde visité la Vía Láctea había ocupado, afortunadamente, el sitio de Sendero Luminoso.
La estabilidad aún reciente pero ya firme permite al Perú crecer exponencialmente en su industria turística, que representa un 10% de su PIB a pesar de las limitaciones de sus infraestructuras de comunicaciones. Y de la distancia sideral en los recursos de los privilegiados y los desfavorecidos de la sociedad peruana, perfectamente simbolizadas en la diferencia entre el impoluto centro histórico de las ciudades y la suciedad de los arrabales en los que miles de perros callejeros campan a sus anchas y esparcen las basuras para las que en muchos casos no hay más solución que el fuego.
Hay en el sector turístico del Perú un potencial de crecimiento y de generación de riqueza impresionante. Si se consolida el equilibrio que he creído percibir, solo quedará vencer dos serias amenazas: la ambición desmedida de algunos de sus touroperadores y la disparatada creatividad de algunos de sus chefs de cocina.
De perros, touroperadores y chefs, del viaje al Perú contaré algo la próxima semana.
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