jueves, 25 de febrero de 2016

SALVIDEA


En mi último cumpleaños, aún reciente, me regalaron “Los diarios de Emilio Renzi”, el celebrado libro de Ricardo Piglia, el éxito editorial de 2015, el libro en el que el autor cuenta su propia vida como si fuera la de otro. Ricardo frente a Emilio (su segundo nombre), Piglia ante Renzi (su segundo apellido).

Un deslumbrante arranque: “a veces los momentos perfectos tienen por testigo solo a quien los vive”, en su tercera o cuarta página, me reafirmó en el temor de que nunca seré escritor. Traté de memorizar la frase desde el momento en que la leí. Creo haberla repetido al menos media docena de veces en estos días; decía: “a veces uno es el único testigo de su éxito”. Afortunadamente he consultado el original y reproduzco la reflexión tal y como la expresa (infinitamente mejor) su autor.

Que no podré ser escritor es una certeza que me asalta cada vez que me asomo a la obra literaria de cualquiera de los grandes creadores más o menos contemporáneos. No tenía como uno de esos grandes a Piglia, de quien apenas me interesó su muy elogiada “Plata quemada”. Le veía lejos de la literatura de Tomás Eloy Martínez, por ejemplo y no digamos de su admirado (también por Piglia/Renzi para quienes es una referencia constante) Jorge Luis Borges. Por no salir, en la comparación, de la Argentina.

La vida es, para la mayoría de las personas, una sucesión de situaciones que ponen de manifiesto sus limitaciones. Sobreponerse a ellas, sortearlas no es, tal vez, lo que nos hace felices; pero evita sentirnos fracasados.

En mis años escolares, jugar a pelota a mano en el frontón era lo que más me gustaba del mundo. A mi día le faltaban horas de ocio y le sobraban de obligaciones para pasarlas en las dos paredes, frontis y pared izquierda del hermoso frontón, por fortuna cubierto, que teníamos en el colegio. En aquellos tiempos de la adolescencia olvidaría más de una vez llevar un pañuelo en el bolsillo del pantalón, en el que nunca podía faltar una pelota a la que muchas noches ponía sebo para cuidar el cuero. El pringue y el olor del bolsillo derecho me costaron unas cuantas broncas; en casa y en el cole.

A ver, no jugaba mal; lo hacía bastante bien. Sin la pegada de los más grandes y fuertes y sin la habilidad de los más astutos. Pero era más hábil que los fuertes y más fuerte que los hábiles; en conjunto, de los mejores; en momentos, el mejor si es que este momento de petulancia no está perturbando el recuerdo.

Tendría unos 15 años cuando me seleccionaron para jugar un campeonato manomanista en el frontón Anoeta, por entonces el no va más de los recintos en los que jugar a pelota, que nunca había pisado. Y como Andrés Calamaro cuando era niño y conoció el estadio Azteca, “me quedé duro”. Y quería salir corriendo cuando vi al que iba a ser mi rival: un palmo más alto, dos veces más ancho, con unas manos tan grandes que parecían palas. Y las manos iban forradas con unos esparadrapos que tapaban unos tacos protectores cuya existencia yo desconocía.

Era un tipo simpático, de sonrisa amplia: Iñigo Salvidea. Hizo botar en la cancha una de las pelotas con las que supuestamente íbamos a jugar; sonaba a piedra. Bastaron un par de pelotazos, en el calentamiento, para constatar el error de no haber cedido al impuso de salir corriendo.

Iñigo me ganó 18-1 en un abrir y cerrar de ojos. No recuerdo cómo fue el tanto que hice pero siempre he tenido la sospecha de que me lo regaló. La memoria apunta a que fue una concesión porque nuestros padres respectivos se conocían; comerciantes ambos, aunque en los dos extremos de la ciudad. Es probable que fuera así.

Aquella tarde en Anoeta acabó, sin haberla iniciado, mi carrera como pelotari. Iñigo siguió, se hizo profesional y yo le seguí como periodista que escribía, precisamente, de pelota. Estuve en el festival de su debut, un 3 de diciembre y en la final manomanista de segunda el año que fue subcampeón. Completó casi dos décadas de pelotari profesional; su gran conocimiento de este deporte y su admirable carácter le condujeron a la gestión y era, hasta hoy, gerente de una de las empresas del sector.

Esta tarde, cuando salía de trabajar en la radio del coche he escuchado que ha muerto. ¡Cómo lo siento! Iñigo Salvidea me había revelado hacia 1967 que nunca sería escritor.


5 comentarios:

  1. Precioso artículo.
    Fdo: Jon Salvidea

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  2. Lo he compartido en mi Facebook porque como dice mi hijo, es un artículo precioso
    Pilar Campuzano
    Vda.de Iñigo Salvidea

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  3. Lo he compartido en mi Facebook porque como dice mi hijo, es un artículo precioso
    Pilar Campuzano
    Vda.de Iñigo Salvidea

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  4. Precioso Xavier.
    Yo también conocí de cerca a Iñigo. De crios con los respectivos padres íbamos a comer los domingos a Andrestegi, en Ibaeta.
    Más tarde en el frontón del Antiguo, yo algo más crio que él, y cuando aparecía con su pelota, que como dices tú, sonaba a piedra, los txikis sabíamos que nos teníamos que ir, aunque Iñigo siempre nos hacía un hueco en los últimos números del frontón.
    En los últimos tiempos he aprendido a apreciar la suerte que he tenido al conocer a amigos y familia que nos va dejando, y en este caso, espero que los suyos también lo aprecien, porque ayuda a aceptar aquello que nos cuesta creer.
    Aio Iñigo. No sé donde pero espero verte.

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  5. Nik ere ezagutu nuen Salvidea. Gogoan dut amaterretan nola jo zuen pelota Anoetan eta errebotera bota zuela. Gero, profesionaletan maila onekoa. Jatorra pertsona bezela. Goian bego.

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