La expresión es de Kafka: “por la mañana, los alemanes
invadieron Polonia; por la tarde fui a nadar”. (Otras referencias cambian la
primera parte de la frase por una “Alemania declara la guerra a Rusia”; la
segunda, permanece invariable). La crisis de los refugiados que se estrellan a
las puertas de Europa nos sacude, pero solo un rato. Y no a todos, si creemos
en las encuestas que sitúan la gravísima situación que se vive en Grecia y los
Balcanes (y en Turquía y más allá en Siria, Libia…) en un lugar perdido entre
las preocupaciones de nuestros conciudadanos.
Nos duelen las penurias de esos refugiados y unas horas más tarde contratamos las próximas vacaciones.
Hace ya un mes se hizo pública la detección de las ondas gravitacionales que un siglo antes había predicho Einstein: vibraciones en el espacio-tiempo, que es el material del que está hecho el universo. La detección procede de un fenómeno ocurrido hace 1.300 millones de años luz: la fusión de dos agujeros negros, que generó más energía que la luz que emiten todas las estrellas del Universo visible.
Mi conocida afición a adentrarme en territorios absolutamente desconocidos me ha llevado a leer bastante, sin comprender casi nada, de este fenómeno. Y a soportar las bromas de lectores de este blog que manifestaban su “extrañeza” de que aún no hubiera escrito del tema. He aguantado poco sin hacerlo, apenas un mes. Un tiempo en el que me he preguntado por la masa liberada en el fenómeno de aquella fusión. Los agujeros negros tenían masas equivalentes a 29 y 36 soles; al colapsar generaron un nuevo agujero de 60 soles. Por lo que me preguntaba era por la masa de cinco soles perdida; justo la que provocó las ondas ahora detectadas.
En la búsqueda no de respuestas, solo de tratar de satisfacer la curiosidad, hasta acudí a una conferencia científica en la que no entendí prácticamente nada. Y pensaba: quienes no creen aún en la llegada del hombre a la Luna, ¿cómo van a creer que un suceso de hace 1.300 millones de años se nos revele ahora? Los conferenciantes, dos físicos implicados en la detección de aquel sonido, lo reprodujeron en la sala; varias veces. Apenas algo comparable a una nota de un piano; nada de “sinfonía del universo” con la que los enfermos de la lírica pudieran soñar.
La tentación poética era de la física teórica Alicia Sintes, una de las conferenciantes, que abrió su coraza científica para calificar de “elegante” y “preciosa” la señal detectada; “la naturaleza se ha portado bien con nosotros”, decía. A ella escuché la única reflexión que creí entender, desde luego la única que recuerdo, de aquella conferencia y que desde entonces he repetido, hubiera o no razón para hacerlo: “el espacio-tiempo indica a la materia cómo tiene que moverse y la materia dice al espacio-tiempo cómo tiene que curvarse”. Estoy encantado de reproducirla aquí.
Y mientras los científicos analizan la información que contiene la nota de piano que han transmitido las ondas gravitacionales y predicen las consecuencias que para nuestras vidas tendrá en un futuro próximo este descubrimiento, nos llega una historia de amistad que nos reivindica como parte de la naturaleza inmediata, en tiempo real. No nos fusiona con ella pero nos aproxima. La historia es la del pingüino patagónico agonizante al que acogió el albañil jubilado brasileño hace cinco años.
El pingüino estaba cubierto de petróleo, a punto de morir en una playa de Brasil cuando el albañil lo encontró, curó, alimentó y cuidó. A los pocos días de hacerse al mar, el pequeño pingüino regresó a la playa y reconoció a su salvador. Desde 2011, año en que se produjo el prodigio, el pingüino remonta las aguas del Atlántico Sur para viajar desde la Patagonia hasta Brasil y rendir así su tributo de agradecimiento al albañil.
Creo en el relato como más o menos hacen algunos en relación con el paseo de Neil Armstrong en el paisaje lunar en 1969, pero reconozco que necesitamos historias así. Y es que, como anunciaba Kafka, la indignación de la mañana por la tragedia de Grecia y Macedonia, por el muro en la ruta de los Balcanes, no nos contraría lo bastante como para dejar de ir por la tarde a la agencia de viajes.
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