Hijos del exilio económico en unos casos; del exilio político en otros, varios de los que tuve por compañeros en el bachillerato de los Jesuitas de San Sebastián habían nacido en Venezuela. A sus padres exilados les había ido bien, se supone. Recuerdo a los Badiola, los Zabala… integrándose con la facilidad que tienen los niños en aquella sociedad donostiarra de los años sesenta.
Son mis primeras referencias de un país tan presente estas últimas semanas en nuestras vidas, en la franja política y periodística de nuestras vidas. Venezuela como arma arrojadiza y vía de escape para eludir el abordaje de problemas domésticos propios.
Ya en la universidad me reencontré con Venezuela, pero aquella era distinta. Los venezolanos que llegaron a la Universidad de Navarra eran hijos de las élites gobernantes; ricos en origen, escandalosamente ricos cuando en aquellos primeros setenta, en el primer mandato de Rafael Caldera, el petróleo multiplicó por siete su precio, Venezuela lideraba la OPEP y se consolidaba como gran potencia petrolera.
¡Qué envidia nos daban aquellos chavales a los que les llovían los dólares! Les recuerdo soltando gas por Pío XII en sus inalcanzables Triumph Bonneville; o planificando y regresando a medio curso de increíbles viajes por cualquier lugar de Europa.
Mi tercera visión venezolana, que es también la tercera versión, se corresponde con los años de plomo que nos tocó vivir en Euskadi, en los ochenta, es la del país refugio de etarras donde la colonia vasca parecía ser numerosa, pero del que las noticias que llegaban se contaban en voz baja.
Hasta los noventa no viajé a Venezuela. Fue en 1991, de paso hacia La Habana, cuando en el vuelo con origen en Caracas compartí asiento con una mujer que resultó ser una alta funcionaria del ministerio del Interior (o su equivalente) que había estado al frente del dispositivo de seguridad en la reciente visita al país del Papa Juan Pablo II.
La larga conversación que mantuvimos no satisfizo mi curiosidad en la materia que más podía interesarme entonces y, a cambio, mi interlocutora me regaló un suceso que, decía, le había conmocionado: por aquellos días, un adolescente tiroteó, en un barrio de la capital, a otro para robarle las zapatillas de marca que llevaba. La noticia ha dejado de serlo, por repetición, con el tiempo. Entonces también compartí el impacto por el suceso que relaté cientos de veces en los meses siguientes.
El proyecto bolivariano, el por algunos llamado socialismo del siglo XXI impulsado por Hugo Chávez (que sucedió, precisamente, al antes mencionado Rafael Caldera tras su segundo mandato, quien le excarceló) ha otorgado a Venezuela un enorme protagonismo internacional en este siglo. Su liderazgo en América Latina justifica la atención que ha concitado durante casi 10 años; el rápido deterioro, la acelerada degradación de los últimos años explica que la atención se haya mantenido.
Cada día se suceden las noticias de necesidad y de penuria. La situación del país se parece al manicomio que tiene a un loco en la dirección. “Está loco como una cabra” ha dicho de Nicolás Maduro mi admirado expresidente de Uruguay, José Mújica.
Aceptado que el principio de no injerencia en asuntos internos de terceros países ha saltado por los aires, ¿justifica esta situación que Venezuela esté en el centro de nuestro debate político? No lo creo. Se viaja a Venezuela, no se deja de hablar, de escribir y sobre todo de opinar porque alguien ha visto la oportunidad de dar una patada al temido Podemos en el culo de Venezuela.
Los vínculos de la dirección de Podemos con los políticos y la política que se ha llevado a cabo en Venezuela es innegable. Decir por eso que su pretensión es importar para nuestra sociedad el modelo venezolano me parece insostenible. Aunque sea lamentable pensar que entre quienes aspiran a gobernarnos o, por lo menos, a representarnos, haya políticos que se han asomado al espejo del chavismo y no se les ha roto.
En los días de la muerte de Hugo Chávez fui a comer a un caserío del interior guipuzcoano y me encontré en dos paredes del centro del pueblo sendas pintadas monumentales que rendían homenaje al líder bolivariano y firmaba la izquierda abertzale. Me resultó patético.
De los días inmediatamente anteriores a esa muerte es el artículo del líder de Podemos, Monedero, que con una cursilería adolescente escribía: “He amanecido con un Orinoco triste paseándose por mis ojos”.
Así es como siento la influencia chavista en parte de nuestra clase política: entre patética y cursi. ¿Venezuela? Mi deseo es que el sentido común se imponga, aunque dudo que sea bastante para revertir una situación que es dramática. Un dato: la inflación en 2016 será de un 1.600%.
De la campaña electoral que nos amenaza solo espero que se acerque, siquiera un poco, a los asuntos que a diario nos importan a los ciudadanos; pero también dudo.

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