viernes, 8 de julio de 2016

RBU


En los próximos cinco años, como consecuencia de los cambios tecnológicos y demográficos se destruirán más de siete millones de puestos de trabajo. En ese tiempo se crearán dos millones de puestos en nuevos oficios. La resta es una operación muy sencilla.

No es una especulación gratuita sino resultado de la investigación que han llevado a cabo los expertos que asesoran al Foro Económico Mundial (Foro de Davos). Quienes han precisado: los puestos a destruir son en dos terceras partes trabajos rutinarios de oficina y administrativos; la otra tercera parte corresponderá a procesos de fabricación y producción.
Los nuevos oficios los identifican con los ámbitos de la informática, las matemáticas, la ingeniería y la arquitectura.

Nuestra sociedad parece haber asumido resignadamente el escenario: los trabajos que están por llegar, muchos de los cuales ni siquiera somos capaces de imaginar, no van a poder llenar el hueco que va dejando la imparable pérdida de empleos de la economía tradicional. Una pérdida que en buena medida se debe a la robotización de tareas que hasta ahora llevan a cabo personas. Evidentemente, el incremento de productividad ganado con tecnología no genera puestos de trabajo.

La necesidad de abordar transformaciones sociales es inevitable. Seguramente el principal tiene que ver con la redistribución de la riqueza, pues la mayor productividad ha provocado también un incremento de la desigualdad en todo el planeta. Y en esta hipótesis tiene especial relevancia la propuesta de regalar dinero, expresada así, de la manera más llana.

Podría decirse de otro modo: por ejemplo, vivir sin trabajar; o, más técnicamente: establecer una Renta Básica Universal (RBU). ¿Es posible llegar a ella como evolución de la sociedad del bienestar? ¿Es técnicamente posible?

Dicen quienes argumentan a favor de esta opción que los ciudadanos del Imperio Romano no trabajaban porque una multitud de esclavos los hacían por ellos. Que en un futuro próximo podrían ser los robots quienes trabajasen por nosotros.

Más o menos la propuesta de regalar dinero, de vivir sin trabajar es hoy objeto de experiencias piloto en países europeos como Holanda y Finlandia, en americanos como Canadá y hasta en africanos como Nigeria. Y se sometió a referéndum el mes pasado en Suiza, donde la población rechazó por amplia mayoría que el Estado diera a todos los ciudadanos unos 2.500 euros al mes a cambio de nada.

Pero esta, aunque espectacular, solo ha sido la primera consulta. El impulso a favor de instaurar una RBU crece imparable y hay hasta quien la ve como paradigma del triunfo de la globalización. También es cierto que, frente a quienes la ven atractiva, otros la rechazan abiertamente. Es una de esas iniciativas que polariza a la opinión pública.

Sin embargo, se ve con simpatía en el mundo de la política. Desde una perspectiva progresista puede percibirse como un modo adecuado de redistribuir la riqueza; desde el punto de vista liberal, como una fórmula para reducir el peso de las costosas redes asistenciales. Así que, en principio, la idea alcanzaría un amplio consenso.

Hago abstracción del indudable beneficio que la RBU proporcionaría a las personas en su ocio y tampoco me detengo en el deterioro psicológico que pudiera provocar a esas mismas personas o a otras de su entorno. Ignoro el debate ético que pudiera suscitarse.

Pero no puedo evitar ver el escenario que se dibuja con la RBU como una gran oportunidad para la demagogia, para el clientelismo político y la corrupción asociada. Desde la experiencia del Estado español en el que son muchos los años viviendo la cultura de la subvención, que tanto se le parece, ver con prevención la RBU se me hace inevitable.

Además, creo que es inasumible por cara; por muy cara.


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