Volaba de Islamabad a Skardu, en Pakistán, en un avión de PIA, la compañía de bandera paquistaní, aún sorprendido por los prolegómenos del despegue con palabras de Mahoma a través de la megafonía de la aeronave. Era junio de 1997 y ya en vuelo me invitaron a visitar la cabina lo que todavía en aquel tiempo, hace 20 años, era relativamente frecuente; era, cuando menos, posible.
En el impresionante marco de la cordillera del Karakorum que sobrevolamos, el comandante me indicó, sobresaliente entre las nubes, el perfil del Nanga Parbat, la primera gran montaña que dejaríamos atrás. Recuerdo la experiencia estos días de tensa espera de noticias que deben llegar desde el Nanga Parbat, donde hace casi una semana se ha perdido el rastro de Alberto Zerain, alpinista vasco y su compañero argentino de cordada, Mariano Galván.
El viaje de aquel junio de hace 20 años es uno de los poquísimos de que tengo memoria en forma de modesto diario que he recuperado para sorprenderme con detalles olvidados y, sobre todo, para confirmar la superioridad de la memoria escrita sobre la otra. Y para lamentar no haber hecho algo similar en todos los viajes de mi vida.
Escribía en aquel diario de la aventura que me llevaba al campo base del Broad Peak, la montaña objetivo de los hermanos Iñurrategi en aquellos meses, que el viaje en todoterreno entre Skardu y Askole era una experiencia que alcanzaría "la categoría de inolvidable". Prácticamente la había olvidado y habría sido incapaz de recordar el nombre del río Braldo que debimos atravesar. Lo leo ahora y sí. claro que lo recuerdo. Lo que me resulta increíble es no haber soñado, varias veces en dos décadas, con aquella agitada montaña rusa que duró casi nueve horas.
Otros nombres antes desconocidos de la pequeña aventura (enorme en mi escaso bagaje aventurero) han permanecido muy presentes en todo este tiempo. Entre ellos, más que ninguno, Dumordo por la chimenea imposible por la que debí descender para llegar a ese lugar. Como estánpresentes situaciones que resultaron ser excepcionales (y estas sí, inolvidables) aquel junio del 97: desde cruzar un río suspendido en una barqueta colgada de una cuerda que corría en un cable de acero, llamada "julá", nombre que también había olvidado, hasta la visión diurna de un majestuoso K2, totalmente despejado, la visión nocturna a 5.000 metros de un cielo que invita a estirar el brazo para tratar de tocar las estrellas o las gargantas del Indo vistas desde la interminable Himalaya Highway.
Todo esto, lo inolvidable que se diluye en la memoria, como lo que permanece vivo, puede contrastarse cuando se ha escrito un diario o, cuando al menos, se han tomado notas. Más aún: frente a la fragilidad del recuerdo y a la tendencia natural a idealizar situaciones pasadas, las notas escritas aportan racionalidad. Copio del diario del sábado 21 de junio de 1997: "En varios momentos de esta jornada hubiera deseado no haber venido. Lo anoto en el diario por su luego se me olvida en circunstancias más amables".
Claro que tenía conciencia de haber sufrido, pero no de haberlo expresado con esa contundencia; hasta que lo he leído. De ahí el lamento de no haber escrito la experiencia de otros viajes. ¡Lo que daría por un diario de mi vida en Nueva York en 1970! En esta carencia se explica la admiración que me provocan experiencias como la de Piglia y sus Diarios de Emilio Renzi a los que me he referido en alguna ocasión anterior y no dejo de releer.
Por ese déficit animo a quienes por jóvenes aún están a tiempo a que cultiven la disciplina del diario en cualquiera de sus múltiples variantes. Por lo menos, a que documenten las cosas y situaciones que consideren interesantes. La otra memoria, también en quienes nos tenemos por memoriosos, es endeble. Y perecedera.
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