viernes, 22 de diciembre de 2017

BLOQUES


La política catalana no deja de jugar al viejo juego de La Oca que, por incapacidad o mala suerte, le devuelve con frecuencia a la casilla de salida. Una casilla con sede hoy en Barcelona, sucursal en Madrid y sucursales en tierras de Bélgica y cárceles de España.

Hemos dejado atrás otra jornada histórica, decisiva y ni la historia se ha manifestado ni decidido nada. La polarización solo ha servido para recordarnos que la sociedad de Catalunya está dividida, a partes evidentemente iguales, en dos grandes sensibilidades. Y ha prestado otro servicio: movilizar, como no se recordaba desde el ya lejano 1982, a la ciudadanía que ha vuelto en masa a la convocatoria de las urnas. Este es, en mi opinión, el aspecto más positivo por lo que tiene de devolver a la política a un lugar central de la vida social. Los ciudadanos han reivindicado su cuota de protagonismo amenazada de secuestro por la política espectáculo.

En este contexto de una participación del 82% del censo, un dato es más revelador que ninguno: el independentismo está en condiciones de mantener una mayoría parlamentaria que solo se suponía posible por el desinterés de parte de la población en anteriores convocatorias autonómicas. Aunque ese mismo contexto parece situarnos ante una realidad paralela: el independentismo tiene un techo alrededor de los dos millones de votantes que no parece en condiciones de rebasar.

Eran estas del 21 D unas elecciones atípicas, raras, en un estado de excepcionalidad y, sin embargo, han resultado de lo más normales. Siempre habrá cosas que llaman la atención, como que Puigdemont adelantase a Junqueras, algo que ningún sondeo había advertido. Que los “comunes”, lejos de erigirse en árbitros de la situación por el papel determinante que parecían llamados a desempeñar, se hayan visto condenados a la irrelevancia (Podemos ganó en las últimas Generales en Catalunya y este jueves solo pudieron ser cuartos en Barcelona).

Claro que ninguna irrelevancia como la del Partido Popular, que seguramente paga un alto precio por su decisiva intervención (no en promover y aplicar el famoso 155, no)  en esta larga crisis, cuyo detonante hay que encontrarlo en el recurso del PP al Estatuto que se habían dado los catalanes y que a pesar de su aceptación casi unánime desmontó en parte el Tribunal Constitucional empujado por los recurrentes. Y, bien pensado, el precio que pagan los populares (de Catalunya y los de Madrid) está lejos del valor del estropicio que han causado.

Otro hecho cierto es que quien ha ganado las elecciones ha sido la candidata de Ciudadanos, Inés Arrimadas, que es quien más votos y escaños ha conseguido. Pero no creo que, mirando al futuro, esta victoria trascienda lo anecdótico y mirando a Arrimadas se me hace inevitable ver a Pirro, el rey de Epiro, quien tras ganar a los romanos hace 25 siglos, como la candidata de Ciudadanos a los independentistas este jueves, reflexionaba: “Otra victoria como esta y estamos perdidos”.

La situación del día siguiente, de hoy, reclama, como en los últimos meses, como en los últimos años, un proceso de diálogo, llámese así o por cualquiera de sus sinónimos; reclama negociar o su equivalente, se exprese como se exprese. Pero el tiempo de la pasividad se ha terminado y se imponen los pactos y acuerdos.


Con la generosidad y transversalidad necesarias. Generoso para ponerse, siquiera a ratos, en la piel de los otros. Transversales para no alentar unos bloques que todavía, todavía, no lo son tanto si atendemos a la primera acepción del diccionario de la RAE que define bloque como trozo grande de material compacto. Estamos aún en la tercera acepción: conjunto de cosas con alguna característica común. Es trabajo de todos, de los políticos en primer lugar, evitar que el bloque se compacte.

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