La política catalana no deja de jugar al viejo juego de
La Oca que, por incapacidad o mala suerte, le devuelve con frecuencia a la
casilla de salida. Una casilla con sede hoy en Barcelona, sucursal en Madrid y
sucursales en tierras de Bélgica y cárceles de España.
Hemos dejado atrás otra jornada histórica, decisiva y ni
la historia se ha manifestado ni decidido nada. La polarización solo ha servido
para recordarnos que la sociedad de Catalunya está dividida, a partes
evidentemente iguales, en dos grandes sensibilidades. Y ha prestado otro
servicio: movilizar, como no se recordaba desde el ya lejano 1982, a la
ciudadanía que ha vuelto en masa a la convocatoria de las urnas. Este es, en mi
opinión, el aspecto más positivo por lo que tiene de devolver a la política a
un lugar central de la vida social. Los ciudadanos han reivindicado su cuota de
protagonismo amenazada de secuestro por la política espectáculo.
En este contexto de una participación del 82% del censo,
un dato es más revelador que ninguno: el independentismo está en condiciones de
mantener una mayoría parlamentaria que solo se suponía posible por el
desinterés de parte de la población en anteriores convocatorias autonómicas.
Aunque ese mismo contexto parece situarnos ante una realidad paralela: el
independentismo tiene un techo alrededor de los dos millones de votantes que no
parece en condiciones de rebasar.
Eran estas del 21 D unas elecciones atípicas, raras, en
un estado de excepcionalidad y, sin embargo, han resultado de lo más normales.
Siempre habrá cosas que llaman la atención, como que Puigdemont adelantase a
Junqueras, algo que ningún sondeo había advertido. Que los “comunes”, lejos de erigirse
en árbitros de la situación por el papel determinante que parecían llamados a
desempeñar, se hayan visto condenados a la irrelevancia (Podemos ganó en las
últimas Generales en Catalunya y este jueves solo pudieron ser cuartos en
Barcelona).
Claro que ninguna irrelevancia como la del Partido Popular,
que seguramente paga un alto precio por su decisiva intervención (no en
promover y aplicar el famoso 155, no) en
esta larga crisis, cuyo detonante hay que encontrarlo en el recurso del PP al
Estatuto que se habían dado los catalanes y que a pesar de su aceptación casi
unánime desmontó en parte el Tribunal Constitucional empujado por los
recurrentes. Y, bien pensado, el precio que pagan los populares (de Catalunya y
los de Madrid) está lejos del valor del estropicio que han causado.
Otro hecho cierto es que quien ha ganado las elecciones
ha sido la candidata de Ciudadanos, Inés Arrimadas, que es quien más votos y
escaños ha conseguido. Pero no creo que, mirando al futuro, esta victoria
trascienda lo anecdótico y mirando a Arrimadas se me hace inevitable ver a
Pirro, el rey de Epiro, quien tras ganar a los romanos hace 25 siglos, como la
candidata de Ciudadanos a los independentistas este jueves, reflexionaba: “Otra
victoria como esta y estamos perdidos”.
La situación del día siguiente, de hoy, reclama, como en
los últimos meses, como en los últimos años, un proceso de diálogo, llámese así
o por cualquiera de sus sinónimos; reclama negociar o su equivalente, se
exprese como se exprese. Pero el tiempo de la pasividad se ha terminado y se
imponen los pactos y acuerdos.
Con la generosidad y transversalidad necesarias. Generoso
para ponerse, siquiera a ratos, en la piel de los otros. Transversales para no
alentar unos bloques que todavía, todavía, no lo son tanto si atendemos a la
primera acepción del diccionario de la RAE que define bloque como trozo grande
de material compacto. Estamos aún en la tercera acepción: conjunto de cosas con
alguna característica común. Es trabajo de todos, de los políticos en primer
lugar, evitar que el bloque se compacte.
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