Nunca he olvidado una película que en los primeros años setenta del pasado siglo hizo el genio Orson Welles acerca de un personaje llamado Elmyr De Hory, que tituló "Fake". Su protagonista era un falsificador de arte que con habilidad y facilidad prodigiosas imitaba la obra de autores que, como Picasso y Modigliani, yo admiraba incondicionalmente.
La película, proyectada en nuestro Festival del Cine de 1973, sembraba una seria duda sobre la autenticidad de algunas o muchas de las obras de arte que exhiben los museos. La sombra de esa duda me ha acompañado, desde entonces, cada vez que he visitado una pinacoteca aunque, también he de decirlo, no ha mermado la admiración que siento por los dos pintores mencionados.
El término fake acompañado del sustantivo news, las fakenews están presentes en todo lo que leemos y escuchamos en el último lustro. Es el tiempo en el que de forma intensa han penetrado en nuestras vidas, alrededor, sobre todo, de la figura de Donald Trump: en su campaña por la nominación republicana a las elecciones presidenciales de los EE.UU. en 2016; en la campaña electoral misma y cada día desde que fue elegido presidente.
Trump es la escala planetaria de las fakenews pero, desafortunadamente, no es su único cultivador. Ha creado escuela y sus practicantes se reproducen en todas las circunstancias y lugares del mundo. A escala doméstica ha encontrado en el Partido Popular su más ferviente seguidor aunque no en exclusiva.
Para su implantación como arma de intoxicación masiva, las fakenews tienen en las redes sociales un colaborador inestimable. No hay más que ver la alegría insensata con la que se reenvían todo tipo de basuras. El porcentaje de lo cierto que se transmite en las redes palidece ante la proporción de medias verdades y, directamente, de las mentiras que circulan.
¡Cómo habría envidiado Goebbels haber dispuesto de una herramienta así!
Las redes, lo comprobamos cada minuto, favorecen la suplantación de personalidades. La atribución de actos y opiniones a personas que consideramos nunca harían tales cosas ni opinarían de tal modo. En el basurero no hay fondo, todo cabe y por eso es difícil que vaya a reventar como tal vez sería deseable.
A las fakenews las dejan pequeñas, a su vez, las deepfakes, las imágenes fijas o en acción creadas por algoritmos, que construyen fotografías y vídeos totalmente inventados, rigurosamente falsos. Leía hace unos días en "El País" el ejemplo que ponía un científico del laboratorio nacional de Los Álamos, en Nuevo México: "pide al algoritmo una foto de tu vecino antipático con una pistola en la mano, implántalo en el vídeo de la cámara de seguridad de una farmacia y haz que le encarcelen".[El vecino odioso lo tenemos casi todos, menos mal que nos falta la tecnología].
Ante este escenario, del que cada vez recibimos noticias más próximas, no creerse el whatsapp del cuñado o pasar del retuit de ese compañero de trabajo es un juego de niños. Hacer caso omiso del mensaje de la mayoría de los políticos, más aún en campaña electoral, está al alcance de cualquiera con un mínimo sentido crítico. Bastaría, incluso, con sentido común.
Sin embargo, las deepfakes desbordan esta barrera tan valiosa en otras circunstancias y rompen con la lógica que era, hasta hoy, en mi opinión, la última y más valiosa frontera del individuo. Nos fuerzan a no aceptar, en principio, la imagen que tenemos delante. Santo Tomás, el del ver y creer, lo tendría muy difícil en nuestros días. Estamos obligados, cuando menos, a extremar la prudencia en el juicio de cuanto nos ponen ante nuestros ojos.
Y mientras confiamos en que quien pueda hacerlo invente los algoritmos "buenos" que neutralicen los efectos de los algoritmos perversos de los que se nutren las deepfakes, vayamos conjugando el verbo descreer, dejar de creer, desconfiar. Se conjuga como el verbo leer. Feliz lectura.
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