El domingo pasado se cumplieron diez años de la muerte del escultor Eduardo
Chillida que ha sido, seguramente, el más universal de los creadores vascos. Lo
era sin duda desde mi punto de vista.
Un marcado tono reivindicativo ha sobrevolado los actos que han recordado
el décimo aniversario. De la figura y la obra del artista, como del espacio que
mejor representa una y otra y su memoria, el “Chillida Leku”. Un espacio
distendido, placentero en el que el visitante se siente necesariamente bien.
La familia de Chillida ha promovido todas las acciones conmemorativas. Al
margen de las instituciones, con las que están peleadas precisamente por el
sostenimiento del “Chillida Leku”, hoy cerrado al público. Normal que así sea.
Pero los actos han tenido lugar con una implicación mínima de la sociedad;
no por exclusión expresa, como probablemente los promotores han hecho con los
políticos, sino por una evidente falta de compromiso popular.
Hace ahora un año, en el noveno aniversario de la muerte de Chillida,
pensando ya en la cifra redonda del décimo, una de las hijas del artista,
Susana, la que creo más comprometida en la demanda de atención hacia su padre,
publicaba un interesante artículo en las páginas de “El País”.
“¿Quién quiere a Chillida?” se preguntaba con más desconfianza que retórica.
No creo que estos doce meses hayan despejado su interrogante. Formulada la
pregunta de nuevo, la respuesta podría estar hoy envuelta en un mayor pesimismo
que cuando la hizo por primera vez.
Gestionar un legado intelectual como el que dejó Eduardo Chillida no es
fácil. Administrar su patrimonio es, directamente, difícil. Pienso que por aquí
podría encontrarse el hilo que conduce al desencuentro de sus herederos con la
sociedad.
Chillida se involucró con importantes movimientos populares como los
antinucleares o proamnistía a los que prestó su arte; y con instituciones como
la Universidad vasca a la que aportó su imagen. Nunca fue el genio distante que
pudo haber sido aunque tampoco fue el ciudadano popular que otros han
cultivado. De ninguna manera merece el desinterés aparente que ha rodeado este
19 de agosto.
De niño vi trabajar bastantes mañanas a Eduardo Chillida en su estudio de
Villa Paz, en el Alto de Miracruz. Cuando llevaba encargos a villas vecinas
buscaba una disculpa para asomarme a aquel lugar tan diferente a los que acostumbraba.
Fuí también alguna vez con Pedro, el hijo mayor del artista, compañero de curso
en el colegio. A Chillida parecía no molestarle mi curiosidad, que soportaba
con paciencia.
Unos años después, era 1972, con motivo de los Encuentros que los Huarte
promovieron en Pamplona, donde yo estudiaba periodismo, nos reencontramos. Le
hice una faena atribuyéndole en la crónica que escribía para “El Ideal gallego”
de La Coruña, una frase que él no había dicho.
Cuando le conté el resumen que hice de la larga conversación que habíamos
tenido (un periódico de Galicia tardaba en llegar a Pamplona, si alguna vez
llegaba, dos o tres días) me dijo, con una suavidad que me marcó más que una
bronca, que no había podido decirme aquello que le atribuía, sencillamente,
porque no lo creía así.
La frase hacía referencia a la ausencia en los Encuentros de otro escultor,
guipuzcoano como él. No reproduzco su contenido, que siempre tengo presente,
porque quería demostrarme que aún es posible escribir de Chillida en Euskadi
sin mencionar al otro. Pero 40 años después no he olvidado la lección. Y a
Eduardo Chillida nunca le dije que, por suerte para mí, aquella entrevista no
llegó a publicarse.
Me duele la indiferencia del décimo aniversario como el cierre de “Chillida
Leku” a los que trato de encontrar consuelo en las palabras de William
Wordsworth: “Aunque ya nadie puede devolver la hora del esplendor en la
hierba, de la gloria de las flores, no hay que afligirse. Porque la belleza
siempre subsiste en el recuerdo”.

Chillida es de su familia más que nuestro. Quizás por eso esa extraña distancia que nos separa de un escultor que ha aportado tanto a San Sebastián.
ResponderEliminarEspléndida foto del esplendor en la hierba.